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Afrenta contra México/Hora Cero

Roberto Orozco Melo

La República confronta estos días una crisis para la futura viabilidad democrática. Los órganos institucionales, creados en asuntos de trascendente interés como son el manejo de la economía y las finanzas nacionales, las elecciones de los ejecutivos federales, estatales y municipales y la soberanía de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la defensa de los derechos humanos y la transparencia de la acción gubernamental ven amenazada su independencia de criterio y capacidad de acción y decisión por la conjura de los líderes del Partido de la Revolución Democrática y del Partido Revolucionario Institucional para apoderarse del Instituto Federal Electoral y someterlo a su caprichoso albedrío político y económico.

Todo empezó el 3 de julio del año 2006, después de las elecciones federales para elegir al presidente de la República y a las cámaras de Senadores y Diputados del Congreso de la Unión. El PRD y su candidato presidencial, Andrés Manuel López Obrador, descalificaron sin evidencias objetivas el conteo de sufragios y los resultados electorales a favor del también candidato Felipe Calderón Hinojosa. Querían que se reconociera el fraude electoral y en consecuencia que no se declarara el triunfo del Partido Acción Nacional y de la “Coalición por el bien de todos” encabezada por el PRD. Este partido y sus coaligados pusieron en marcha un agresivo plan de ataque contra el presidente del IFE y sus consejeros y colaboradores. Querían anular las elecciones federales.

Tras la toma y el plantón multitudinario del Zócalo de la ciudad de México y del Paseo de la Reforma, la masa popular sirvió de obligada audiencia para los frecuentes e incendiarios discursos de López Obrador, cuya selvática y atropellada verborrea, carente de sustento jurídico y real, tenía la finalidad de mantener a la ofensiva el entusiasmo extralógico para deteriorar las instituciones gubernamentales de la República y después tomar el IFE, el Palacio Nacional, la Suprema Corte de Justicia y el Tribunal Federal Electoral en sucesivos eventos de presión hasta que el procedimiento electoral fuera tachado de irregular y se anularan los resultados del proceso. “¡Al diablo con las instituciones!” proclamaba enfurecido López Obrador.

La población del Distrito Federal, agraviada con el bloqueo de vialidades y los empresarios dañados en sus intereses protestaron con energía a lo largo del tiempo en que se prolongaba aquella injustificada protesta pública. En un acto de prudencia el presidente del IFE y su Consejo accedieron a realizar un recuento nacional de votos en el cual las brigadas ciudadanas revisaron resultados, actas y votos ante los ojos de los directivos de las casillas. Nuevamente se sumaron los datos obtenidos por los candidatos participantes y se eliminaron los resultados que registraban irregularidades. No obstante se mantuvo la diferencia de sufragios a favor del candidato del PAN, ante lo cual empezaron de nuevo las protestas y las impugnaciones ante el Tribunal Federal Electoral de la Suprema Corte de Justicia. La autoridad jurídica no encontró elementos para declarar la nulidad de la elección y Felipe Calderón Hinojosa fue declarado Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos.

La actual gestoría federal ha caminado desde entonces, como Hamlet, por un piélago de calamidades: así rindió protesta el nuevo mandatario nacional ante el presidente de la Cámara de Diputados y el Congreso de la Unión en pleno. La ceremonia, trascendente para la buena marcha de la República, se vio disminuida por el capricho de un partido que no supo competir y así parece que va a concluir este sexenio con un Presidente de la República acotado en sus funciones, una Legislatura delirante, más que deliberante y una Nación cargada de problemas económicos y sociales. Con el PRD negativamente hiperactivo, el PAN paralizado y el PRI liderado por los fantasmas del pasado, dos alfiles del salinismo, quienes en lugar de fortalecer políticamente a su partido, por muchas razones fundamental para los mexicanos, lo colocan en un triste papel de marioneta circunstancial con un solo objetivo: paliar la amargura “de haber sido y ya no ser” en vez de analizar las causas de su vertical caída electoral y establecer nuevos medios internos de acción para resucitar su fuerza social y política.

En tiempos no muy lejanos esto hubiera sido imposible de hacer y de ver, pero desde los años setenta del siglo XX liberamos los escondidos demonios de la política para pagar el ascenso democrático de la República; dijimos que bien lo valdría el cambio y lo emprendimos a costa de toda contingencia. Ahora vemos que ese “todo” era el país entero, hoy víctima de las ambiciones de tirios y troyanos, indefenso ante las amenazas de la delincuencia política y ajeno, por tradición añeja, a la cohesión social que debería pugnar, por medio del diálogo civilizado, para estabilizar la marcha republicana, aún en el vértigo de esta enloquecida conflagración política. Ya no hay un Juárez en el país que unifique a la Nación y asuma el liderazgo del interés colectivo. La obtusa y tozuda izquierda mexicana pone en riesgo a México y no por ser izquierda y defender sus causas, que las tiene nobles y legítimas, sino por satisfacer la egolatría de la desatada esquizofrenia de Andrés Manuel López Obrador.

Dejemos a un lado las inexistentes ideologías y luchemos contra las ambiciones de los políticos. La ciudadanía debe unirse contra los senadores y diputados perredistas y priistas que buscan maniatar al Instituto Federal Electoral para colocar a la República en manos de un triunvirato codicioso de poder y de dinero. “Eso es una afrenta” dijo el jueves pasado el analista político Federico Reyes Heroles. Estoy con él: realmente es una ignominiosa afrenta contra la democracia y contra todos los mexicanos. ¿La vamos a permitir?

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