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Los Nuestros / Fernando Ibarra Favela

Al universo de la torería, de los pinceles y de la poesía Fernando Ibarra llegó en esta ciudad un 15 de diciembre de 1942.

Sus primeros seis años los dedicó a darse cuenta de en dónde su cigüeña lo había dejado; luego fue a la escuela: en la Coahuila cursó hasta su tercero o cuarto año, y en la González Ortega de allí en adelante hasta el sexto. La secundaria la hizo en la Raúl Madero y la preparatoria en la Venustiano Carranza. Llevaba dos semestres de leyes cuando se le atravesaron las Bodas de Oro de su ciudad, de esta ciudad, de Torreón. ¿Las recuerdan?

Fiestas de todo tipo, incluida la llamada brava, la de toros. ¿Toreros? Juan Silveti, todo un romance taurino, Ramón Tirado y el Charro Gómez. A sus quince años ya no era tiempo de amarrar a Fernando de una pata de la cama para que no fuera a los toros. Fue y se quedó prendado, de por vida, de la fiesta taurina, con todo lo que conlleva. La responsabilidad de estar bonito en todo momento, como decía Manolete, de jamás perder la figura. Y aquello no era cuestión de estudiar tales o cuales textos, era cuestión de conocer a los maestros, de admirarlos, de verlos y, en todo momento tratar imitarlos hasta escupiendo, digo, es un decir, pero era cuestión de corazón. De exponerlo y salvarlo cada vez con mayor gracia. Y fue, también, irse de casa. Correr la legua, a la buena de Dios. Entregarse al destino.

Para principio de cuentas descubrió que no estaba solo; que otros había que ardían en la misma pasión de llegar a ser eso que es un torero. Con ellos, entre los cuales estaba Cecilio Secunza, se fue un día, para descubrir otro que no iban a aprender a ser torero, porque eso no se aprende, se nace o no se nace, y ellos nacieron; pero sí a aprender a torear, lo que ambos hicieron y fueron hasta donde cada uno pudo por sus propias circunstancias de aficionado o familiares, pues, el destino siempre tendrá algo particular qué decir en la vida de los hombres.

Una vez en posesión de eso que es y se llama arte de torear hizo Fernando su campaña novilleril, que es más o menos lo mismo en cuanto a lo sufrida, pero en la que ya se camina con un nombre, se deja de ser un hombre anónimo. Recorrió, así, Aguascalientes, Zacatecas, Parral, Chihuahua, Ciudad Juárez, San Luis y, por supuesto, se presentó como novillero en su ciudad, Torreón, llegando hasta la Ciudad de México donde, por cierto conoció a Manolo Martínez, hosco de superficie, bueno como un pan si se le penetraba y un leal amigo siempre. Allá, en la Plaza Aurora Fernando sufrió una cornada de las registradas como mortales y de las cuales pudo salir gracias a que le atendió el famoso doctor Javier Ibarra, hijo de aquel otro famoso doctor taurino Rojo de la Vega, que le salvó la vida a “Cañitas”, y a lo mejor por la similitud del apellido puso mayor empeño, vaya usted a saber, la cuestión es que Fernando aquí está y lo sigue contando.

De aquellos tiempos cuenta lo que le oyó al regiomontano Cavazos, de la lección de humildad que le dio Carlos Girón: decía que cierta tarde al llegar a la plaza, contra su costumbre un poco tarde, encontró que al torero sudamericano los aficionados le rendían homenaje rodeándole y solicitándole autógrafos, y que él, Cavazos, en lugar de sumarse a ellos llegando a saludarle, se alejó dejándole con ellos, sólo para ver cómo, minutos después el torero colombiano, en un ejemplo de humildad, ¡Toma del frasco!, se dirigió hacia él para saludarlo y expresarle, de palabra y con un franco saludo y abrazo, la admiración que le tenía.

De todas maneras, aquella cornada hizo reflexionar a Fernando sobre la necesidad de su retiro de los toros, pues aunque se había casado en el 68, y María Elena Rojas Luna, su esposa, gomezpalatina por cierto, había aceptado muy comprensiva su papel de esposa de torero, tampoco era cuestión de llevar las cosas al extremo, sólo por seguirlo siendo, con las facultades disminuidas, máxime cuando habían procreado siete hijos: Fernando, Juan Manuel, María Eugenia, Francisco, José Miguel, Jorge Antonio y Paloma.

El matrimonio perdió dos hijos. Todos se quieren igual, se dice. De todas maneras uno fue diferente y murió muy niño. Su identificación y comprensión con su padre llegaba a tanto que, en alguna ocasión, ya retirado Fernando de los toros, más no del ambiente, que nunca lo ha hecho, en una ocasión vendió un toro que tenía a los organizadores de una fiesta con la condición de que si salía tan bueno como él decía se lo pagarían en la cantidad que les pedía, pero, si no, sólo le pagarían la mitad. Todos fueron al festejo, y Fernando andaba allí por el callejón preocupado. José Miguel que, con sus hermanos estaban en los tendidos, lo observaba y bajó de allá con sus escasos nueve años para decirle: “Papá, estás preocupado, ¿verdad? Es por el toro, ¿no? Pues, no te preocupes. Va a salir bueno, ya verás. Le dio un beso y volvió al tendido con sus hermanos”. Y efectivamente, el toro se dejó hacer buena faena, y le fue pagado según lo prometido.

Fue por aquellos entonces que nuestra poetisa Rosina G. de Alvarado escribió su poema “Templanza” que incluyera más tarde en su libro “En el mismo idioma”, y que fue de gran ayuda para que Fernando recobrara su fortaleza vulnerada por la muerte de su hijo. El poema dice así: “Su espíritu con tiempo fue templando./ Le dio felicidad, paz y dulzura/ y acunó entre sus brazos, con ternura,/ los frutos que en amor iba engendrando./ Para probar su fe, le fue entregando/ cruces que soportó con amargura / y en las horas de negra desventura/ su esperanza y su fe iba aumentando./ Todo le concedió... Dicha, alegría/ y un corazón cargado nobleza./ Pero una tarde el Hacedor le dijo:/ Tu espíritu templé para que un día/ pudieras soportar con entereza/ la enorme pena de perder un hijo...”.

En su época de torero, a los mexicanos de Los Ángeles, California, que iban a verlo cuando toreaba en Baja California, les dedicaba algún toro, así que éstos, cuando supieron de su despedida y se enteraron de que le gustaba pintar y tenía facultades para hacerlo mejor, le regalaron un pincel y unos libros sobre pintura y luego él se registró como estudiante de la escuela de pintura Goya School, y de la pintura comenzó a vivir haciéndolo por varios años.

Pero, la fiesta, y la de toros más que ninguna otra, cuando toma a alguien lo toma para siempre. No es fácil que suelte a nadie que ha sido suyo. Fernando pintaba, pues, particularmente, toros y habiendo sido torero, vendía sus cuadros con cierta facilidad, pues contaba a sus compradores cosas sobre ellos que otros pintores no pudieran. Pero, algo le faltaba y seguía pensando en lo que tendría qué hacer para volverla a vivir. Entonces fue cuando comenzó a pensar en hacerse comentarista taurino, pero diferente.

Comenzó a meterse con los poetas. En sus estancias capitalinas cuando allá buscaba relacionarse por todas partes, sin descontar los cafés, bares y sitios así, con cualquiera que tuviera que ver con el mundo taurino, entre otros había conocido al poeta Manuel Benítez Carrasco y al propio León Felipe, por su parentesco con Carlos Arruza, el famoso “Ciclón”. Con el primero tuvo más trato, obteniendo de él incluso algunos consejos para decir sus poemas y la recomendación de otros autores.

A eso se dedicó con ahínco, a memorizar -¡y qué buena memoria tiene!– poemas sobre la fiesta y sus suertes, del propio Benítez Carrasco, de Alameda y de no sé cuántos, y los de amor que nunca están de más, de Díaz Mirón, de Plaza, de Nervo, de Darío y de tantos otros, pero, bien escogidos, breves, hondos y con intención, como aquello de: “Las penas no se reparten;/ que solo, y con media pena,/ no se va a ninguna parte”. O aquello de: “Y yo no quiero quererte,/ pero tu amor se me enreda/ como una rama caliente/ de yerbaluisa y canela”. O este otro: ¡Qué mansa pena me da!/ El puente siempre se queda/ y el agua siempre se va”. Y, ¿se acuerdan de esta otra?: “Tengo el caballo a la puerta,/ ¿te quieres venir conmigo?/ Yo no te obligo,/ sólo te brindo ocasión/ de darte en mi soledad/ una casa, un corazón/ y un cariño de verdad”.

Y en fin, que se fue aprendiendo poemas de éste y de aquellos otros autores. Algo que le gustaba de lo que leía, y lee a diario, se lo macheteaba hasta fijarlo en su memoria. Así hizo en ella un gran almacén de poemas, que fueron para siempre ya, parte de él mismo. Armado así, fue a ver a Juan Antonio Meléndez Hernández para platicarle su proyecto de un espacio comentarios taurinos adornados de ráfagas poéticas. El señor Meléndez, comprensivo, no sólo aprobó el propósito sino que lo alentó a pulirlo y darle un estilo propio, que son las que nos da en sus apariciones en los noticieros y en esas cápsulas que han conquistado un amplio auditorio.

Porque él sigue la filosofía de que cuando se decide hacer algo hay que hacerlo bien, y Fernando Ibarra que en su vida ha tenido que elegir tres veces cosas para hacer, porque así lo dispuso su destino, en los toros lo hizo bien, porque hasta la cornada sufrida no fue cualquier cornada sino una cornada de registro, y lo que su destino en realidad quería era que sintiera la fiesta con toda su hondura y toda su tragedia mortal, para que más tarde pudiera contarla embelleciéndola, lo mismo que entender poemas como aquél de Alameda de la Estampa de Gaona, que dice: “Te da los palos José,/ las banderillas, tu suerte/ él lo sabe y yo lo sé/ no para competir, por verte”. O aquel otro que el poeta dice de su propio verso: “Tomé mi verso. Lo saqué al camino/ allí cobrando libertad de perro/ ya no fue mío./ Perro que nunca vuelve/ para lamer la mano que lo ha escrito.

En fin, Fernando Ibarra, lagunero tan inquieto que cuando quiso y pudo anduvo por todas partes, sin olvidar jamás el ardido desierto que llevaba en el corazón; y cuando los toros le dijeron: ¡Hasta aquí! recobró su tierra, sin que su amor a la fiesta disminuyera nunca, y hoy echa un verso como antes un natural, sencillamente porque, como dice Guillén: “El viento del medio día/ canta que la vida es mía”, y él siente que se refiere a la suya.

Y como se dio en las arenas taurinas o en los lienzos de toros que pintara, a través de los micrófonos se sigue dando a los laguneros en esta actividad desde hace veinte años, porque no conforme con ser uno de LOS NUESTROS por nacimiento, así puede serlo, también, por sensibilidad.

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