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Política sellada al vacío

JESÚS SILVA-HERZOG

La política de la fe es política a ciegas. No necesita abrir los ojos. Lo que sabe es suficiente para decidir. Y lo que decidió una vez es lo que ha de sostener siempre. No importa lo que suceda, hay que continuar siempre con la misma estrategia. En esa política no se asoma ninguna curiosidad por el mundo. El hombre de la fe no se interroga con interés auténtico sobre lo que acontece porque busca solamente confirmación de su credo. Si alguien tiene una idea distinta a la suya, no busca las razones de la persuasión contraria. Si aparecen datos que contradicen su perspectiva, no coteja su información. Todo ratifica su prejuicio, todo refuerza su convencimiento. El mundo ha sido descifrado de una vez y para siempre y todo se amolda a su plantilla. Esa política entumecida no requiere agilidad sino tenacidad. Solamente hay que mantenerse firme y no alterar el rumbo, pase lo que pase. Puede topar con pared y el conductor no moverá el volante, ni mucho menos dará reversa. Insistirá que avanza de acuerdo con el plan, que los que están detenidos son los otros, y que las fotografías que muestran el coche parado no son más que parte de una campaña de desprestigio. Quienes adviertan que el vehículo no avanza serán tachados de inmediato como los malvados que no reconocen la marcha de la justicia. No hay hecho que haga reconsiderar al hombre de fe. Todo lo que acontezca fortalecerá su determinación de seguir haciendo exactamente lo mismo.

La semana pasada escuchamos una muestra más de esa política de fe. Ante los horrores, la proclamación solemne de persistir en la misma estrategia. Para el presidente no hay más ruta que la suya. El cambio en la estrategia de seguridad es, para él, inconcebible. No es que se trate de algo inconveniente, es que no puede siquiera, ser considerado. Como reflejo, el presidente responde de inmediato que no cambiará la estrategia porque no soy como ellos. ¡Vamos bien!, celebra ante la acumulación de los muertos. Una estrategia se convierte de esa manera en seña de identidad irrenunciable. Una política pública, una estrategia no debe ser ya pensada. Si toda decisión política debe estar siempre puesta a prueba de la realidad, la política de la fe se escapa de ese examen. Debe ser defendida a capa y espada por encima de cualquier razonamiento. No cambiaremos de estrategia, dice. No importa si hay más muertos, no importa si caen más territorios, no importa si la extorsión se fortalece, nosotros, porque tenemos la razón moral, seguiremos defendiendo la misma política.

A medida en que el fracaso se vuelve más patente, el político de la fe se hace más vehemente. ¡Nadie nos hará cambiar de rumbo! ¡Ningún hecho, ningún dato nos hará dudar! Ahí está la perversidad de los críticos. Pretenden vulnerar nuestra fe. Quieren hacer que dudemos. Y si permitimos que la duda se cuele en nuestras filas, estamos perdidos. De ahí que mire por todos lados a los conspiradores. Quienes se atreven a formular con timidez la sospecha de que las cosas, en efecto, no marchan bien, son vapuleados de inmediato como traidores, como promotores de la barbarie más siniestra. Se trata de una política envasada al vacío. Sellada una línea de acción, no se permite que ningún aire exterior la contamine. Ese aire que es el mundo queda eliminado del juicio de ese fanático de sí mismo. Que ningún hecho, por terrible que sea, ensucie la hermosa fe del predicador.

La boba rima que pretende orientar la política de seguridad es, en el fondo, abdicación de Estado. Es la sustitución de la ley por la prédica. Que el Mal no se combate con el Mal, dice el presidente. Pero no es tarea del Estado el combate de Satanás, sino algo más modesto: el castigo del delito. La fuga teológica, es la coartada de la irresponsabilidad presidencial. Es imposible imaginar una alternativa a la dejadez gubernamental, porque la única alternativa posible sería la masacre. Quienes nos critican quisieran que matáramos a cualquier sospechoso. Ahí está la ceguera de Estado: para el presidente la aplicación de la ley es tan malévola como su violación. La afirmación del Estado no tiene por qué ser una política de exterminio. Es, exactamente, lo contrario. Pero para el presidente no hay revisión posible. El resultado de esta política es dejar delinquir, dejar matar.

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Escrito en: Editorial Jesús Silva-Herzog editoriales

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