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MARÍA DEL CARMEN MAQUEO GARZA

Del total de nuestra existencia, el período más significativo es la infancia. En esos primeros años vamos descubriendo quiénes somos y cuáles son los alcances de nuestra voluntad.

Es muy iluminador sentarse a hablar con los hijos sobre su propia infancia y entender que hay asuntos que, a pesar de habernos esforzado los padres por cumplir, para el hijo la percepción fue muy distinta. He tenido la fortuna de estar cerca de mi hija adulta durante los últimos años, de manera que la retroalimentación es abundante. Reconozco que hay cuestiones que, desde que ellos eran pequeños entendí que no había manejado de la mejor manera. Hay otras que, hasta ahora descubro que hice mal, aun cuando yo suponía haberlo hecho de una forma adecuada.

Hallamos que la infancia perfecta existe nada más en los cuentos infantiles y que en realidad hay muchos huecos sin llenar. A ratos la imagino como un gran cuadro de rompecabezas, en el que faltan piezas, de modo que la figura no acaba de completarse por sí misma. Aquí es donde, me parece, entran maestros y tutores, a ayudar a completar para el niño ese rompecabezas llamado "vida", con todas las implicaciones que tendrá en la adultez del hoy pequeño.

Más que recordar los conocimientos concretos que nos transmite un determinado maestro, la mayor enseñanza es la forma como nos hace sentir. Tal vez él detecta los huecos que hay en casa y actúa para compensarlos. Un niño que es poco tomado en cuenta dentro de su hogar bien podría tener en el maestro la necesaria validación para reforzar su autoestima. Algún otro, víctima de violencia doméstica, puede hallar en la escuela las herramientas necesarias para superar el daño. En este último caso suele ser una cadena transgeneracional: el padre abusador suele haber sido en su infancia un niño abusado, de manera que no hablamos de "culpables", pero sí de adultos responsables que contribuyen a la perpetuación de esa espiral. Un maestro con suficiente sensibilidad es capaz de detectar en el alumno los mínimos signos que indiquen el dolor que carga en su corazón, y actuar de modo de fomentar la autoestima en él.

Hoy, Día del Maestro, suelen venir a nuestra memoria aquellos profesionales que impactaron nuestra vida de manera positiva. Cada uno de nosotros tendrá sus propias historias que contar. Las mías, en los años de formación básica giran en torno a mi querida maestra de quinto año de primaria, Hortensia Bolívar, quien, con su fe en mi persona, contribuyó a que yo me convenciera de que la palabra escrita y yo avanzaríamos por la vida de la mano, algo que se viene cumpliendo desde entonces.

Su actitud hacia mí me inyectó lo necesario para firmar un pacto de lealtad con la palabra escrita, que se cumple día con día, desde hace más de medio siglo. Así de poderosa la influencia que mi maestra del Colegio Sor Juana en Durango tuvo para conmigo. Ella falleció hace ya muchos años, pero vive en mí con cada línea que escribo.

La etapa de la secundaria, con sus turbulencias características, genera en nosotros lo que se conoce como "definición secundaria". Es el tiempo en que defino mis gustos y capacidades, y decido hacia dónde voy. Esos años, como interna del Sagrado Corazón en Monterrey, tuve varias maestras que me marcaron. Rosa Adriana Vela, maestra de biología, despertó en mí el gusto por las ciencias naturales. Durante la clase en la que ella explicaba la sístole y la diástole cardíaca, tuve una epifanía: supe que quería profundizar mis conocimientos en la materia. Rosa Adriana se nos adelantó; afortunadamente tuve ocasión de platicar con ella y hacerle saber que, debido a su influencia, yo había estudiado medicina.

Hoy, Día del Maestro, es una excelente oportunidad para recordar a esos personajes que moldearon nuestra vida. Reconocer el valor de su entrega, así como la importancia de su presencia a nuestro lado, apuntalando nuestras capacidades y reforzando nuestras limitaciones. Esos seres humanos de gran visión y profundo sentir, que actúan cumpliendo la gran misión que se han propuesto. No creo que imaginen hasta qué punto han influido en la vida de los alumnos de tantas generaciones que han pasado por sus aulas. Y, hay que decirlo, no supongo que trabajen pensando en el currículo personal, sino teniendo en mente a cada niño con sus necesidades particulares y sus propios alcances.

Es un hecho que la mayoría de nosotros no hemos estudiado la carrera magisterial. No obstante, sí nos corresponde aprender de ellos, los maestros titulados, lo necesario para actuar en nuestro entorno. Enseñar aquello que se nos facilita, a los chicos que tienen dificultades para aprenderlo. Si cambiamos el chip de "no me toca" por el de "qué puedo hacer por otros", habremos aprendido una gran lección de vida.

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