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Agustín de Iturbide: razones para tenerlo en cuenta

JULIO FAESLER

En 1821 toda la Nueva España, extendida desde Alaska hasta el Darién, vibraba en la ansiedad por definir por fin su independencia.

Había pasado la gloriosa etapa de Hidalgo y Morelos para caer en guerrillas inconclusas. La insuficiencia de las fuerzas leales a la Corona no daban fin a la guerra civil. No había indicios de llegarse a un triunfo aceptable y honorable para ninguna de las partes.

El mercantilismo como política económica llevaba tiempo ahogando la economía del Imperio español pese a las innovaciones borbónicas. Los libros de la Ilustración, los de Montesquieu, Rousseau o Voltaire, llegados de contrabando gracias a los yorquinos y escoceses de los templos masónicos, eran ávidamente leídos.

No faltaban pretextos. En 1805 el decreto de consolidación de los vales reales de Carlos IV había desarticulado la economía y provocado la caída del virrey Iturrigaray. La confusión en 1808 por la invasión napoleónica a España, la vigencia intermitente de la Constitución de Cádiz de 1812 a la que asistió la representación de las colonias, aprobada, desconocida para volverse a respetar, ponía en entredicho la autoridad virreinal, y las vacilaciones de Fernando VII y de Carlos IV dejaban confusa la tarea de los últimos virreyes. Proliferaban reuniones sediciosas de inconformidad contra Madrid.

La inquietud general reventó en la madrugada del 16 de septiembre de 1810 con el Grito de Dolores del cura Miguel Hidalgo, cundiendo caos en el gobierno, alarma entre los criollos y turbulencias populares, el movimiento que trocó el rechazo al mal gobierno en una inalterable demanda de independencia. Las intermitentes refriegas entre los insurrectos y las fuerzas realistas llegaron al punto de no retorno. La solución conciliadora del abrazo de Acatempan hizo posible sumar intereses contrapuestos. Los Tratados que el recién llegado virrey, Juan de O'Donojú, firmaría en la villa de Córdoba con Agustín de Iturbide pusieron fin a la insurrección.

La entrada del Ejército Trigarante a la capital el 27 de septiembre y la firma del Acta de Independencia al día siguiente sellaron la gesta que había tomado once años once días en desgranarse. Aclamado emperador en julio de 1822 Agustín de Iturbide, poco duró su reinado. Sus enemigos en el Congreso que él había instalado, infundidos de un rechazo masónico a todo rastro de monarquía europea, se encargaron de destronar a Agustín y fusilarlo un año después aplicando un absurdo decreto ad hominem.

Fruto de una suma solo momentánea de contrarios, la independencia del nuevo país, aunque originada en choques, quedaba para siempre fuera de toda duda. En una cruel vuelta de tuerca y la figura de su realizador quedaría objeto de la visceral repugnancia de sucesivos gobiernos y castigada en los anales oficiales.

Cien años después de la consumación de la Independencia el presidente Álvaro Obregón la rescató y festejó. Ahora a los 200 años, otro presidente, Andrés Manuel López Obrador, enfrentaría la historia oficial y reivindicaría el inevitable mérito de Iturbide conciliador y repararía la deuda pendiente con ceremonias y un didáctico diorama presentado por el Ejército vuelto artista, en nostalgia del Trigarante izando su bandera en el asta mayor del Zócalo capitalino.

En la reunión de la Celac, convocada por México, habían asistido en inesperadas presencias los presidentes de Cuba y Venezuela y, en pantalla, el de China. Para la fecha exacta de la consumación de la independencia apareció el presidente Biden con palabras de amistad. En su felicitación el papa Francisco, en palabras de su representante, remarcó la unidad, que no el disenso, como instrumento para acopiar ánimo y fuerzas frente a los retos y riesgos que desde ahora presenta el Siglo XXI.

Por encima de comentarios críticos sobre los aciertos y conveniencias políticas de algunos controvertidos invitados sobresale como saldo neto el que la independencia de México se confirma cuando hay unión de su pueblo en un aglutinante esfuerzo nacional.

Por nuestra muy especial ubicación somos actor inevitable de críticas coyunturas internacionales. Nuestra tarea constante está en convertir esa ventaja en verdadera independencia y beneficio popular. La contrastada variedad de felicitaciones recibidas expresan que el actual Gobierno tiene que saber hacer valer sus intereses en un escenario internacional confuso y contradictorio evitando quedar atrapado en rivalidades entre hegemonías. Las crudezas del drama migratorio de fuerte acento humanitario que nos llega, al igual que los crudos cambios climáticos, son uno de los marcos en los que tenemos que realizar las aspiraciones de nuestro pueblo.

En la Catedral, un dorado trono vacío en la capilla de San Felipe de Jesús, nuestro protomártir, al lado de la urna funeraria del efímero emperador, nos recuerda cuán inexorable es el precio que cobra la desunión y nos insta a no dividirnos en las tormentas que nos aguardan.

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