Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

El sobrino mayor del padre Gerontino, presbítero nonagenario, fue a visitarlo en la casa de los sacerdotes en retiro. Llegó en el preciso momento en que una monjita le iba a dar al anciano su medicación. Entre las pastillas que llevaba en una charolita el visitante vio una de color azul. Le preguntó, asombrado, a la religiosa: "Oiga, madre: ¿qué pastilla es ésa?". "No lo sé -respondió la sor-. Todas las noches se la damos a su tío por instrucciones del doctor". "¡Pero, madre! -profirió el otro, estupefacto-. ¡Esa pastilla es Viagra!". "Pues no sé qué sea -contestó la reverenda-. Pero antes de que empezáramos a dársela el padrecito se nos caía mucho de la cama por la noche, y ahora no sabemos qué lo detiene, el caso es que ya no se rueda en el colchón". De regreso a casa la esposa reprendió acremente a su marido. "Hiciste el ridículo en la fiesta. Dijiste un montón de estupideces; cantaste todo desafinado; bailaste sobre la mesa de la sala con una cortina como falda y una pantalla de lámpara a modo de sombrero.  Ojalá nadie se haya dado cuenta de que estabas perfectamente sobrio". Susiflor le comentó a su amiga: "Mi novio, Castulio, es todo un caballero como los de antes. No me besa; no me toca. ¡Ya me tiene harta!". Don Astasio regresó de un viaje y fue recibido en la puerta por una nueva mucama de la casa. Le preguntó: "¿Y la señora?". Respondió la fámula: "A ver si a usted sí lo quiere ver, porque al señor que vino antes no lo pudo atender. Le dijo que estaba esperando al idiota de su marido". Lo que en seguida voy a relatar no es histórico: es verídico. Sucedió que un capitán de navío de la Armada de cierto país -no el nuestro, claro- ordenó con torpeza una maniobra que hizo que su barco encallara frente a una playa concurrida por lugareños y turistas. Eran tiempos de guerra, de modo que el imprudente nauta fue sometido a una corte marcial en la cual fue juzgado por tres almirantes. El primero pidió que se le condenara a prisión perpetua. El segundo, más severo, demandó pena de muerte. El tercero, draconiano, exigió que se aplicara al culpable de aquel grave hecho un castigo peor que el solicitado por los otros dos jueces, una pena aún más grave que la de muerte o cárcel de por vida. Por votación unánime ese castigo máximo fue el que finalmente se aplicó al responsable del aquel grave suceso. Se le condenó a estar de por vida todos los días en la playa,  de 8 de la mañana a 8 de la noche, sentado en una silla frente al barco varado en la bahía. Todos los que llegaban al sitio preguntaban: "¿Quién habrá sido el grandísimo pendejo que encalló este barco?". Y él debía responder: "Soy yo". Por estos días conseguir un pasaporte, o la renovación del que ya venció, no es una odisea: es un calvario. La ineficiencia con que se está atendiendo la tramitación de ese indispensable documento traspasa los límites de lo absurdo, de lo irracional, de lo tolerable. A cierto familiar mío que vive en mi ciudad lo hicieron ir hasta Fresnillo, Zacatecas, a procurarlo. Otro amigo, también de Saltillo, tuvo que ir a solicitar la renovación de su pasaporte ¿a dónde creen mis cuatro lectores? ¡A Tijuana, háganme ustedes el refabrón cavor!  Eso jamás sucedía en los tiempos anteriores a la 4T. El pasaporte te era entregado prontamente, sin mayor dilación ni descabellados trámites, en la población donde vivías, o en la más cercana al lugar de tu residencia. Ahora todo lo relativo a los pasaportes se está manejando en forma por demás pendeja, con perdón por el culteranismo. Me dicen que eso de los pasaportes corresponde a la secretaría de Relaciones Exteriores. ¿A quién sentaremos en la silla?... FIN.

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