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El placer como enemigo

JESÚS SILVA-HERZOG

Decía Montaigne que le divertía azotar los oídos de los fundamentalistas con la palabra que los encolerizaba. Era una palabra que agredía sus oídos, que los ofendía profundamente: la palabra "placer." Los predicadores aborrecen la idea misma del gozo porque aparta a la tribu de esa única misión que justifica nuestra existencia y que nos convierte en soldados de su cruzada. A cumplir con el deber de la creación o de la historia estamos obligados, no a deleitarnos con frivolidades pasajeras. Hemos venido a cumplir, a desempeñar el papel que nos corresponde, no a distraernos con los encantos del mundo. Nada de juegos.

Nada de deleites individuales. Compromiso con la misión y desprecio de cualquier regocijo personal. A esos reclutadores de la gran causa se dirigía Montaigne, con su burlona provocación. Consistía, como lo cuenta en uno de sus ensayos, en pronunciar la palabra que los retorcía: placer. Los placeres de la piel, de la lengua, del oído o de la vista eran el precipicio del pecado: lo indecente, lo licencioso. Lo intolerable.

Es que los predicadores de la virtud no pueden aceptar que existan órbitas de valor independientes a su doctrina. No entienden que hay dimensiones de la vida que no se subordinan a su batalla. No respetan más que la entrega a una sola causa. La fe (sea religiosa o política) lo absorbe todo. Por ello el valor estético del arte ha de subordinarse a su impacto político, la reconstrucción del pasado ha de servir para la legitimación del poder actual, la ciencia ha de proveer conocimiento ideológicamente depurado, el egoísmo de la individualidad debe vaciarse en el propósito común.

Más que sospechoso, condenable que alguien se regocije en los placeres. Quien disfruta placer ha de sentirse culpable. Si te gusta, debes pedir perdón.

En sus reflexiones sobre el 68, Octavio Paz registraba también el aire subversivo de esa palabra. La rebelión de aquel año fue profunda y duradera porque fue más allá de las categorías ideológicas. Contra la petrificación del pasado y los señuelos del futuro, la protesta juvenil abrazó el presente.

"La irrupción del ahora significa la aparición en el centro de la vida contemporánea, de la palabra prohibida, de la palabra maldita: placer." Se trata, decía Paz, de una palabra tan hermosa y tan explosiva como la palabra justicia. No somos animales que suman, ni animales que riñen. Antes que nada, seres de deseo. Es esa búsqueda, inevitablemente personal, la que pretenden cancelar, una y otra vez, los inquisidores.

Se ha escrito mucho de la estupidez más reciente del encargado de los libros de texto del Gobierno federal, quien ha declarado al placer como un enemigo del régimen.

En efecto, el goce individual en la lectura es, a su juicio, reaccionario. La lectura encuentra sentido en la causa a la que sirve, no en el deleite que pudiera provocar. Desde luego, esa pretensión de someter políticamente a la palabra no es cosa reciente.

El odio al arte y, en particular, a la literatura, tienen historia larga, como recuerda Malva Flores en la página de Letras libres. Lo notable, quizá, es que ese odio se difunda hoy desde la Secretaría de Educación Pública. Que lo promueva activamente el hombre a cuyo cargo están los libros que habrán de leer, con patriótico disgusto, los niños mexicanos.

El "pequeño aprendiz de comisario", como llama Flores, a quien la escritora Beatriz Gutiérrez Müller describe como hombre de "inmensa cultura" y "fina elocuencia" disertó hace unos días sobre la malévola tentación del placer.

A juicio del funcionario, el placer de la lectura nos infantiliza, nos vuelve flojos, conformistas.

Esa lectura de gozo egoísta es, en realidad, una fuga. En lugar de comprometernos con la Gran Transformación que vivimos, nos invita al escapismo. La lectura individualista se convierte en deserción. Transportándonos a un mundo maravilloso y feliz, nos hace desentendernos del país que vivimos.

La lectura funcionaría así "como un sedante que alivia el dolor de las personas." De esa manera ve el encargado de rehacer los libros de texto del Gobierno federal el disfrute literario: otro opio del pueblo. Contra ese narcótico del individualismo, el comisario exige lecturas que conduzcan a la "emancipación de los pueblos." Más que ser disfrutable, la lectura ha de reclutarnos para la heroica causa.

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