Con la muerte de su padre, el universal Alfonso Reyes confesó haber adquirido un dolor eterno y aseguraba que estaría triste hasta la muerte. Quienes hemos adquirido semejante dolor eterno a una edad temprana es probable que también estemos tocados por esa tristeza que ya nada quitará. Sabemos a qué se refiere el poeta y pensador regiomontano, aunque disimulemos no conocer la frase.
A propósito de la orfandad, se acaba de publicar en la prestigiosa revista médica The Lancet un estudio acerca de esa otra secuela del COVID-19 poco vista pero harto dolorosa: las y los huérfanos menores de edad que ha dejado la pandemia. México destaca por ser el país con el mayor número de menores de dieciocho años en ese nuevo estado de dolor eterno y tercero si se mide en tasa por cada mil habitantes. Una catástrofe adicional a las numerosas que ha acarreado la pandemia en nuestro país.
Como lo señala el estudio, no solo desde la perspectiva de estrategia y política pública se ha abordado desde la prevención, detección y respuesta (recientemente en esta última la vacunación) sino también esos han sido los temas a través de los cuales los medios de comunicación han encauzado el abordaje de la pandemia, junto con la mortalidad y letalidad. Sin embargo, han quedado al margen otras implicaciones y efectos, como es el caso de la orfandad en la que súbitamente se encontraron 141,132 menores de edad en México, de marzo de 2020 a abril de 2021, debido a que el COVID-19 les arrancó a sus madres, padres o a quienes eran sus cuidadores, principalmente abuelos y abuelas. Para tener una idea de la magnitud numérica de esta tragedia, a nivel global es mayor el número de menores de edad en orfandad producto del COVID-19 que el total de vidas perdidas a causa del virus en personas entre 15 y 50 años.
Para los autores del estudio, especialistas situados en centros de investigación y universidades en Inglaterra, Estados Unidos, Sudáfrica, Suiza y Dinamarca la orfandad producto de fallecimientos asociados al COVID-19 es una pandemia oculta que requiere ser abordada como tal y, por tanto, es imperioso destinar recursos para apoyo económico y psicológico de las familias que han quedado en esa situación. En ese contexto, a los tres pilares básicos de atención a la pandemia (prevenir, detectar y responder), aquellos expertos recomiendan agregar uno más: el cuidado de menores de edad. Evidentemente, no está demás reiterarlo, la vacunación emerge como la principal acción de prevención.
Como ha ocurrido con otros fenómenos en donde la muerte masiva de adultos atrae las primeras planas y es el foco de interés de gobiernos, en este caso quienes son menores de edad tampoco han despertado interés y mucho menos han atraído la preocupación y atención gubernamental. Algo así ocurre por ejemplo en las guerras, donde la nota mediática es la cantidad de soldados muertos o civiles desplazados (en general) pero sin énfasis en la niñez afectada. También se puede ver lo mismo con la migración, como si solo fuera un fenómeno que trastoca la vida de adultos.
Además de la orfandad, habría que agregar dos efectos adicionales negativos para menores de edad producto de esta pandemia en México: el más notorio, por ausencia más que por datos sólidos, es la afectación al proceso escolar. Han sido miles los menores obligados a abandonar la escuela ante las carencias y falta de infraestructura para continuar. Y, el segundo, está comenzando a ganar atención con la tercera ola de la pandemia: los pacientes pediátricos diagnosticados con COVID-19. Sobre esto último, un estudio apenas publicado en estos días halló que en el hospital donde se desarrolló la investigación el 23% de los pacientes pediátricos requirió atención de la unidad de cuidado intensivo y un 17% del total necesitó ventilación mecánica durante casi 13 días en promedio.
La pregunta cantada por Joaquín Sabina de quién nos ha robado el mes de abril, es una que muy bien pueden hacer las y los menores de edad en México.
@EdgarSalinasU
