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El autócrata honrado

No hagas cosas buenas...

ENRIQUE IRAZOQUI

Desafortunadamente a golpe de hechos y de dichos parece irreductible que el presidente Andrés Manuel López Obrador ha dejado caer el telón donde ocultaba su rostro de autócrata.

Criado ciertamente en Tabasco -con raíces españolas, africanas e indígenas-, su natal estado sureño, en el que al igual que en toda esa región de México se exacerban las lamentables y condenables costumbres machistas e igualmente de clasismo entre las distintas capas económicas de la sociedad de aquellos lares -el problema claro que está en todo el territorio nacional, pero la pobreza extrema se acentúa allá por los rumbos donde el presidente llegó al mundo- era natural que en su interior fuese albergando un profundo resentimiento contra los miembros de las clases más acomodadas, muchos de los cuales habían llegado a esos estadios aprovechándose de un sistema de privilegios para algunos cuantos en perjuicio de las grandes mayorías.

El licenciado López Obrador inició sus estudios de Ciencias Políticas en el año 1973, para presentar su tesis 14 años después y obtener su grado académico en la Universidad Nacional Autónoma de México.

En sus años de estudiante y viviendo en la Casa del Estudiante Tabasqueño, auspiciada por el Gobierno de ese estado, tuvo contacto con el poeta Carlos Pellicer Cámara, con quien entabló cierta empatía y de la cual surgió una invitación del literato al entonces joven estudiante a integrarse a la campaña al Senado de 1976. Desde entonces el hoy presidente daba muestras de su preocupación por la defensa de los más desprotegidos.

En esa misma década se afilió al PRI y allí aprendió sobre política, hasta que a mediados de la década de los ochenta se produjo el cisma entre dos corrientes dentro del entonces partido de Estado al que él pertenecía, el Revolucionario Institucional. La disputa era entre los liberales de la economía y los estatistas. El presidente de México de aquel entonces, Miguel de la Madrid Hurtado, se decantó claramente hacia los liberales, produciéndose la fractura que encabezarían el propio Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo y por supuesto el propio López Obrador. Desde 1988 el actual jefe del Estado mexicano le tomó esa repulsión a la economía de mercado.

Los años pasaron y la carrera del eterno opositor llegó a la cenit. Con amplísimo margen conquistó la presidencia de México y gracias a su prestigio logró que el pueblo mexicano le entregara democráticamente el control del Congreso de la Unión.

Sin embargo, tras años y años de lucha ante los atropellos de un sistema político ciertamente corrupto, en cuanto se sentó en la silla de Palacio Nacional, López Obrador en menos de tres años de gobierno se ha descarado. Ni remotamente es un demócrata y le es imposible a estas alturas dejar de comportarse como el revanchista burdo que realmente es. También ha mantenido en su persona una firme convicción austera lejos de la avaricia. Nadie puede señalarle con verdaderas pruebas que el presidente hoy se agencia patrimonio aprovechándose de su puesto.

A 23 días de las elecciones intermedias donde están en juego 15 gubernaturas y sobre todo la renovación de la Cámara de Diputados, el presidente sabe que su popularidad, que aún conserva y en gran medida, no le garantiza que su predominio se siga extendiendo. Meses atrás su partido pensaba que podría quedarse con 14 de 15 gubernaturas; si hoy obtienen la mitad, se podrían dar por bien servidos.

Las preferencias generales de las encuestas todavía tienen a Morena en la cima, pero tiene una tendencia a la baja que hace difícil pronosticar el resultado de los 300 distritos electorales en juego en cuanto a los diputados.

La declaración del propio presidente de que sí está metiendo las manos el proceso electoral de Nuevo León, donde su candidata ya está descartada, es la prueba más fehaciente de que está dispuesto a violar las leyes electorales con tal de impulsar su proyecto; inequívocamente demuestra que es un autócrata, por más honrado que sea.

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