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Reportear al reportero

JUAN VILLORO

Durante 27 años, René Delgado fue pieza esencial de este periódico. Ahora que su ciclo ha terminado, vale la pena revisar su trayectoria.

Lo conocí a principios de 1976 en el Hotel Maubuisson, albergue juvenil en la isla parisina de La Cité. Dos años mayor que yo, viajaba como mochilero. Entonces nadie era algo, pero todos queríamos serlo. En los desayunos del albergue, Celso, colombiano con ilusiones en la pintura, hablaba de una escuela militar con castigos de realismo mágico: lo obligaban a afeitar estatuas y a estirarse para atrapar estrellas.

Desde entonces, René tenía el oído del buen periodista. Sus únicos vicios aparentes -el cigarro y una curiosa pasión por las galletas- le ayudaban a charlar. No en balde, Onetti demostró que el humo es la puntuación de ciertos conversadores y Saer que los alimentos pequeños (aceitunas, cerezas, galletas) duran lo mismo que un buen párrafo.

Para conocer una mente pocas cosas son tan reveladoras como la forma en que empaca su mochila. La de René, como la de su ilustre tocayo, era un discurso del método.

Ese sentido de la disciplina lo acompañó como un traje a la medida en la carrera de periodismo. El crítico de cine Leonardo García Tsao, que fue su condiscípulo, lo recuerda como alumno dilecto de Fernando Benítez, Froylán López Narváez y Miguel Ángel Granados Chapa, y como alguien dispuesto a descifrar el barroco sistema político mexicano sin perder la honestidad.

Apuntaba para columnista pero aceptó el bautizo de fuego de una corresponsalía de guerra. Cubrió las revoluciones de Nicaragua y El Salvador y el desembarco argentino en Las Malvinas. Aprendió a cruzar ríos a nado en busca de un lugar con teléfono para despachar la noticia.

Su experiencia en El Salvador lo llevaría a colaborar en el documental Historias prohibidas de Pulgarcito, dirigido por Paul Leduc, y a escribir dos novelas de intriga política: El rescate y Autopsia de un recuerdo.

La acción no lo alejó del método. De 1984 a 1987 fue agregado cultural en Bélgica con el embajador Antonio González de León, significativo colaborador de Alfonso García Robles en la redacción de los Tratados de Tlatelolco. En la Universidad de Lovaina, lo vi desempeñarse con la soltura que tenía en las aulas de la UNAM.

Egresado del unomásuno y La Jornada, formó parte de un periódico rigurosamente imaginario, El Independiente, dirigido por Fernando Benítez y Miguel Bonasso. En ese espacio, yo estaba a cargo de la sección cultural y René de las noticias nacionales. Durante un tiempo ejercimos el periodismo profético, concibiendo las noticias del porvenir con las que llenaríamos el maravilloso diseño de Vicente Rojo. Tardamos tanto en salir que fuimos rebautizados como El Inexistente.

Después de esa intensa escuela especulativa, René se integró a Grupo Reforma. Como Director Editorial, demostró que la pluralidad es el mayor privilegio de la democracia. Su propia columna, "Sobreaviso", ha sido una rara zona de ecuanimidad en la opinión nacional.

El talento de un editor se expresa en las plumas que reúne, pero sobre todo en las que descubre. Con una intuición certera, decidió que la semana empezara con los comentarios del entonces muy joven Jesús Silva-Herzog Márquez.

Durante décadas, René supo sortear las presiones de quienes deseaban entrar a las planas editoriales. En su novela Autopsia de un recuerdo, el protagonista es un director editorial que asiste a una fiesta en honor de una escritora y se ve abordado por quienes fingen cercanía para colaborar con él: "Confirmó cuánto trabajo le costaba cumplir con ese ramal del oficio, la parte diplomática que lo obligaba a invertir tiempo a largo plazo y atender con amabilidad la solicitud de los infaltables espontáneos, urgidos por escribir en las planas editoriales del periódico". René adquirió tal destreza en esta tarea que sus rechazos parecían elogios.

Cada cierre de edición representa el fin del mundo. La vida del antiguo corresponsal de guerra no dejó de ser inquieta, y él compensó las tensiones corriendo en las calles de la ciudad o a bordo de una temible motocicleta. Durante años las noticias llegaron a su oficina con pared de vidrio como imantadas por una fuerza oculta. "Un periodista es tan bueno como sus contactos", decía Julio Scherer.

En 1976 conocerlo fue un presagio. Desde entonces supe lo que sería para mí: un ejemplo.

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Escrito en: editorial JUAN VILLORO

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