Aquel año -¿cuántos años hace ya de ese año?- los durazneros del huerto se llenaron de flores.
Muy bellas son las flores del árbol de durazno. Su color, rosa pálido, contrasta hermosamente con el azul del cielo. Son como sonrisa de niña, como caricia de mujer.
Le dije al cuidador del huerto:
-Aunque no se logre la cosecha, la sola vista de las flores me compensa ya por todo lo que he puesto en estos árboles.
Un par de días después don Abundio vino y me anunció:
-Diosito le tomó la palabra, licenciado. Esa misma noches, después de que usted salió del rancho, cayó una helada que acabó con la floración.
Sentí el suceso por los pobres árboles, llenos de flores ahora marchitadas por el frío, pero lo cierto es que yo no perdí nada. Dejé de percibir ganancia por la venta de los frutos, sí. Pero ese dinero se habría ido. En cambio la visión del huerto en flor me sigue dando belleza en el recuerdo.
Y no hay dinero que pague la memoria de las cosas bellas.