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El Último Round

Mis primeros guantes de box

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WENDY ARELLANO

El boxeo fue una de mis primeras pasiones. Durante mi infancia quedé cautivada por las grandes batallas protagonizadas por el grandísimo Julio César Chávez.

Además, escuchaba con frecuencia los relatos de mi papá sobre grandes peleadores de antaño como el héroe de Tepito, Raúl “Ratón” Macías y el Grillo de Cuajimalpa, Guadalupe Pintor.

Poco a poco, mi interés por el pugilismo creció y creció hasta que un día decidí comenzar a entrenar.

Me armé de valor y fui a hablar con mi viejo, que en aquel momento leía el periódico.

“Papá, quiero boxear”, dije

sin más.

Él alzó la vista del impreso. Sus anteojos cayeron hasta posarse en la punta de su nariz. Una inclinación de cabeza fue su respuesta.

En ese entonces, yo tenía 11 años de edad y aún no podía hacerme de unos guantes.

Asistía a la secundaria y mi mesada oscilaba entre los 200 y los 400 pesos (si bien me iba).

Supe que pasarían varias semanas antes de conseguir dinero suficiente para adquirir unas prendas de vinilo, ya no digamos de piel.

Cuando ahorré lo suficiente (mejor dicho lo que creí que sería suficiente), entré a la primera tienda de deportes que se cruzó por mi camino.

Con tanta decisión como inexperta emoción, deposité toda la morralla en el aparador como si aquellas monedas fueran centenarios.

“Quiero unos guantes de box”, dije.

El hombre tras el mostrador reparó en mí. Durante un par de segundos, su mirada recelosa calculó el valor de los pesos.

“Sígueme”, fue su respuesta.

Recorrimos la tienda hasta llegar a un estante con todas las existencias de guantes disponibles.

En aquella familia sobresalía un par de color rojo. Cleto Reyes, se leía en la etiqueta.

Por un momento pensé que esas prendas distinguidas eran el premio a mis esfuerzos. No fue así, el dependiente se dirigió a un dúo más austero.

“12 onzas estarán bien para ti”, resolvió mientras subía a una escalera para descolgarlos.

Mi escepticismo era notorio. “Ahora que, si quieres algo mejor, tenemos esta edición especial Muhammad Ali”, agregó con sarcasmo.

Mientras sopesaba mis opciones, un color ubicado al fondo del local llamó mi atención.

Al examinar con más cuidado, descubrí que las rosadas notas tenían la forma deseada: eran un par de guantes.

El vendedor se interpuso entre las prendas y mi anhelante mirada, como si temiera que mis pupilas fueran capaces de robarlas.

“Esos no están a la venta”, sentenció.

“¿Por qué?”, pregunté tan molesta como poseída por una creciente determinación. Algún día seré peleadora profesional y boxearé con esos guantes.

El hombre sonrío. Había percibido en mi voz algo más que una rabieta de niña. Extendió su mano y, por reflejo, yo hice lo propio.

“Tenemos un trato”, dijo, y tras el gesto amistoso, fue por una bolsa para mi compra de aquel día.

Años después, regresé a aquel local. Ya no era una tienda deportiva. Las cortesías que llevaba para mi primera aparición en una cartelera tuvieron que encontrar otro destino. 

Wendy Arellano // [email protected]

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