Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

PLAZA DE ALMAS

ARMANDO CAMORRA

Nunca supe, sobrino, si yo la poseía a ella o ella me poseía a mí. Era mayor que yo en edad. Y en todo. Alguna vez sabrás, como lo sé yo ahora, que todas las mujeres son mayores que tú en todo. Son superiores a nosotros, ¿sabes? No sólo más sabias, sino también más fuertes. Los hombres somos el verdadero sexo débil. Posiblemente ese presentimiento, vuelto temor, explique la violencia que tantos imbéciles ejercen sobre las mujeres. Aquélla que te digo era muy mujer. Otra verdad: todas las mujeres son muy mujeres, a diferencia de nosotros, que muchos no somos cabalmente lo que deberíamos ser. Ellas tienen que ser muy mujeres para poder vivir en un mundo hecho por los hombres, y para ellos. También deben ser muy mujeres para ser madres, lo cual exige de principio a fin una fortaleza de que nosotros los varones carecemos. ¿Cuántos años tendría yo entonces? 19 quizá; a lo más 20. Por los 30 andaría ella, y muy andados. Pasé por su vida y me tomó al pasar. Yo estaba en esa edad en la que todo es plétora. Vocablo muy sonoro y expresivo ése, Armando: "plétora". Es voz esdrújula, y a mí me gustan mucho las palabras que en la sílaba antepenúltima llevan el acento, como "México". El diccionario da una sugestiva definición de plétora: "Exceso de sangre o de otros líquidos orgánicos en el cuerpo o en una parte de él". Fíjate bien: "otros líquidos orgánicos" y "en una parte de él". Yo estaba en los años en que la plétora se tiene. Entonces fue una perfecta sociedad la de esa mujer y yo, si no de almas sí de cuerpos, que en esa estación de la vida es lo que importa más. Yo le hacía el amor arrebatadamente, sin ciencia ni arte de ninguna clase. No fueron pocas las veces que en la cama me dijo ella: "Espera; no vayas tan aprisa". En todo iba yo muy aprisa en esa época. A los 20 años no está uno para lentitudes. Eso vendrá después, cuando la experiencia que el trato con la mujer te da te enseñe las sabidurías del erotismo, de modo que hagas el amor con todo el cuerpo, y no con la entrepierna nada más. El erotismo, Armando, es lo que distingue el amor humano del ayuntamiento animal, que es mero acto procreativo. Algunas religiones tienen miedo de lo erótico; lo tildan de pecaminoso. ¿Me creerás si te digo que todavía alcancé a ver, oculta en el fondo de un baúl, en la casa de una cierta tía abuela, una sábana santa? ¿Sabes qué era eso? No me lo vas a creer, pero te lo diré de cualquier modo. Era un lienzo que algunas mujeres se ponían encima para que el cuerpo de su marido no tocara el de ellas en el acto del amor, pues tal contacto podía llevar a incurrir en pecado de lujuria. El lienzo era bordado por ellas mismas, antes de casarse, bajo la guía y discreta información de sus mamás, y llevaba dibujos tales como una vara de San José, emblema de la castidad, y azucenas de la Virgen, símbolo de la pureza. Tenía la sábana santa una abertura en medio para que el esposo pudiera acceder a la esposa y se cumpliera el acto natural, por desgracia necesario para la perpetuación de la especie, pero llevado a cabo sin más carnalidad que la inevitable. Ninguna sábana hubo nunca entre mi cuerpo y el de aquella mujer. Nos conocimos a plenitud el uno al otro. Para gozar -para gozarnos- yo aportaba el fuego y ella la sapiencia. Con los meses yo le trasmití mi ardimiento y ella me hizo aprender sus pericias. Dejamos de vernos no sé por qué. Nunca volví a saber de ella. De vez en cuando la recordaba, siempre con cariño y agradecimiento. La otra tarde me llamó inesperadamente por teléfono y me dijo: "Te hablo nada más para hacerte una pregunta: ¿te acuerdas?". Me acuerdo, claro. FIN.

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