Columnas la Laguna

ANÉCDOTAS

LA BARRA PERPETUA

HIGINIO ESPARZA RAMÍREZ

Fundada en el siglo XIX  en la avenida Juárez de Torreón, frente al populoso mercado de abastos del mismo nombre, (si no es que hay otros datos) la cantina "La Fama", cuyo primer propietario fue don Benjamín Ríos, también se hizo célebre por un cantinero de figura quijotesca y destacable por su "cola de caballo", un peinado novedoso en una época de recato y de pelo corto, añoró Pedro Rivera, mi antiguo camarada de barra (un técnico especializado en sistemas de refrigeración) en una plática del recuerdo que tuvimos por la vía telefónica sobre la centenaria taberna -en el 2020 estaba por cumplir 102 años de edad- y recordamos ambos el acogedor ambiente que invitaba a las tertulias con humo de tabaco y suspiros de bohemia. Varias generaciones de bebedores "sociales" de envidiable aguante pasaron por el recinto: se sentaban en taburetes ante la recia barra de madera de pino y ya no se levantaban hasta que se metía el sol y en la segunda época del vetusto bar, después de su cambio de la Juárez a la Acuña, hasta que salía la luna: los Caballero, los más cercanos y recordables exponentes y sus compañeros de chamba en El Siglo de Torreón, ubicado a media cuadra de distancia. 

Con un horario flexible acorde con las necesidades de los clientes -la cruda resultaba ser el común denominador, aunque en numerosas ocasiones el solo deseo de la convivencia los convocaba por igual- la cantina incrementó su fama entre los desvelados y con la complaciente y diligente atención del sempiterno Rafa y Sergio el de Lerdo,  cantineros honestos y solícitos, en no pocas ocasiones la cava llegó a cerrar a las cuatro de la madrugada del día siguiente y fue de "rebote" , como sucedió con la edición extraordinaria de El Siglo dando cuenta oportuna y pormenorizada del asesinato de Robert F. Kennedy, el hermano de John F. Kennedy, inmolado a su vez tiempo atrás, por los extremistas muy parecidos a los insurrectos que se apoderaron con violencia y muerte, del Capitolio estadunidense el 6 de enero del año que corre. El diario publicó una nota exclusiva del deceso del segundo de los Kennedy y el horario normal laboral se extendió hasta la hora antes citada, un fuerte y justificado motivo más para platicar las incidencias en torno de una mesa de cantina, con el primer ejemplar aún calentito del diario debajo del brazo. 

"De la fama a la cama", fue uno de los primeros apelativos del sonado reclusorio etílico, derivado del maratónico consumo de bebidas alcohólicas que, en efecto, mandaba a dormir directamente a su cama, a los llamados "chilitos" -ebrios consetudinarios los llamaba pomposamente en sus notas el reportero Alfredo Rivera, un empírico del periodismo cuyo auxilio académico lo fue un diccionario de sinónimos y antónimos, una herramienta que pulió su estilo de redactor y le permitió plasmar sus ideas en párrafos de cuatro a cinco líneas, no más.

Riverita, en consecuencia, y el que esto escribe, fueron dos de los más conspicuos concurrentes de "La Fama", pertenecientes a la segunda generación de noctámbulos que tomaban posesión seria y solemne de la barra, junto con Pepe Luz, el fortachón jubilado de la Comisión Federal de Electricidad -se ganó el apodo porque solo veía con un ojo-; de los tablajeros Manuel Quiñones, de Luis y Ernesto Lozano; de Rodrigo Caballero y de Pedro Rivera, además del capitán Ríos, un piloto de la Fuerza Aérea Mexicana de quien sus compañeros se burlaban diciéndole que no siquiera llegaba a ser un piloto de "bóiler". Camachito, el dueño de la "Casa Yolanda"; Víctor Martínez, el cerrajero; Gil Caro, otro jubilado fortachón de la CFE; Pancho el pescadero apodado "El Pata" -el único locatario del mercado Juárez que le "atinó" al premio mayor de la Lotería Nacional, un dinero que prontamente aspiraron "La Fama" y sus cuates;, "El Pichilinga", Don Epifanio y Librado García Maciel, un prestamista de altos vuelos que se amparaba con una credencial apócrifa de la Procuraduría General de Justicia de Durango, un documento que le conseguía el reportero Riverita y que a la muerte de éste me hice cargo de tan falsa gestoría, fueron, entre otros muchos, los clientes más frecuentes de la famosa licorería que don  Héctor Ríos, el segundo propietario, -un melómano de la música clásica y un diletante del coñac, su bebida preferida,  promotor de las audiciones de ese corte en el teatro Isauro Martínez-, intentó darle un carácter familiar y bohemio, impulsando sábado a sábado, en el segundo piso del nuevo local ubicado en la calle Acuña, frente al archivo municipal de Torreón,  las "noches de romance" con la actuación de Ramón Ruiz Cavazos, un artista lagunero, cantante y guitarrista muy renombrado en Torreón.

Don Héctor, y nadie más, preparaba la botana diaria, a propósito muy escasa, pues se reducía a un cuenco con caldo de pollo, sin pollo, y a unas tostaditas con frijoles licuados untados con una brocha. Recuerdan las lenguas viperinas que tan pronto aparecía una pata de pollo en los tazoncitos, don Héctor la recuperaba en el acto para devolverla al cazo principal y conservar la esencia del potaje "levantamuertos". Librado García Maciel un exaliancero que prestaba dinero, no se andaba por las ramas para recuperarlo: una vez embargó "La Casona", una marisquería cercana a la alameda Zaragoza, y en otra, "cargó" con el motor de una avioneta cuyo dueño se retrasó en sus pagos. Dedicado al agio las 24 horas del día, Librado portaba entre sus ropas una pistola escuadra para asustar a los ladrones. Por treparse a uno de los taburetes, el arma se le cayó y con el estrépito, todos buscamos refugio en los servicios sanitarios, ubicados al fondo del corredor de barras, mesas y una "rocola" o "veintera" que don Héctor introdujo para entretener a los parroquianos dados al canto y al desfigure. De todos ellos cuidaba Jorge Siorda (¿El Chato)?, el chofer encargado de llevarlos a sus domicilios cuando ya no había cupo en sus venas. Hubo cuatro clientes destacados que se apoderaban de la barra para "curarse" con los "bludemerry" (María sangrienta, en español) y los ingerían ansiosos, vaso tras vaso, hasta que saturaban el organismo ya de por si alcoholizado y fue tanto el furor, que todos y el mismo tiempo, vomitaron en el suelo, dejando una gran mancha parecida a sangre humana, un acontecimiento que hizo temer al resto de la parroquia, que aquellos habían muerto desangrados.

Don Antonio de Juambelz, director de El Siglo de Torreón, siempre se opuso a la existencia de "La Fama" en un sector de bancos, empresas y de cultura, un núcleo neurálgico de la Perla de la Laguna donde se asientan los edificios, oficinas y talleres del periódico lagunero y a unos metros de distancia el archivo municipal ocupando la finca de bello estilo arquitectónico que fuera residencia de don Isauro Martínez. En sus años boyantes, "La Fama" intentó pasar desapercibida en el transitado entorno, con puerta entreabierta para que no miraran los niños ni las damas a los ebrios del momento con un macetero disimulado que hacía las veces de disfraz. Sin embargo don Héctor Ríos (un hombre culto) supo tocar la buena vena del insigne periodista defensor de la comunidad (cumplirá el periódico su primer centenario de vida el 28 de febrero venidero), y éste aceptó, a regañadientes, el funcionamiento del negocio dedicado al arte y la convivencia aderezada con los inefables humos del alcohol, con una condición: que cerrara temprano y evitara los escándalos de los beodos. Este dato es muy poco conocido, por lo cual los herederos de don Héctor debieron tomarlo en cuenta antes de que le prohibieran a uno de los viejos clientes, -el que esto escribe para no ir más lejos- llevar su propia botella de vino tinto, con "pago de corcho" desde luego. Por último Pedro Rivera, quien se posesionaba de una de las esquinas de la alargada barra esperando a que Riverita "invitara las otras", a sabiendas de que éste ni siquiera pagaba su propio consumo,  evoca un anécdota chusca: "La baleada" le llegaron a decir a la cantina, porque tenía montones de vales en unas cajas de cartón que jamás de los jamases don Héctor pudo cobrarle a los clientes de rompe y rasga del popular antro en cuyo segundo piso comieron mariscos los trabajadores sigleros . Don Héctor Ríos se lució como anfitrión de lujo en esas convivencias y hoy, con las imágenes televisivas del ballet  "El Cascanueces", lo recuerdo con afecto y respeto... y también a su adorada cantina, la cual, condenada por el destino, se extinguió en marzo del año pasado, cerrando sus puertas para siempre. No pudo con la soledad y el abandono a que la redujo la pandemia del coronavirus y su dueña, una sobrina de don Héctor, prefirió declararse en quiebra. Los vales se volvieron humo.

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