Columnas la Laguna

ANÉCDOTAS

LAS GALLETAS MARÍA, OBLEA DE LAS GRANDES AVENTURAS

HIGINIO ESPARZA RAMÍREZ

Entramos de sopetón a la oficina del director, don Antonio de Juambelz y  le soltamos: -Jefe, jefe, necesitamos su permiso para viajar a la Ciudad de México: el sábado en la noche pelearán en la Arena México el 'Ratón' Macías y Ernesto Parra y el domingo en el estadio de Ciudad Universitaria se enfrentará la selección de México contra la de Costa Rica, en un partido de futbol  de un torneo continental. Es una oportunidad de oro que no vamos a desperdiciar si usted nos apoya. 

 Con el rostro semivelado por la lámpara encubierta que iluminaba el escritorio y el montón de papeles y periódicos nacionales que revisaba a diario,  don Antonio guardó silencio, sorprendido por la inusual demanda. Se repuso y preguntó: -¿Cómo está eso? ¿Se quieren ir los dos el mismo día? ¿Y en la redacción quién se hará cargo de sus tareas?   -No se preocupe, los compañeros aceptaron cubrir nuestras ausencias solo por tres días. No necesitamos más para cumplir con ese deseo que ya no nos deja dormir ni trabajar a gusto.

Amante de los  deportes -jugó futbol soccer con el equipo España, golf en el Centro Campestre Lagunero y en alguna ocasión box, tenis y basquetbol-  don Antonio impulsaba las diversas manifestaciones recreativas y de competencia a través de una sección especializada.  Al jefe no le agradó la idea, pero se ablandó en unos cuantos minutos y autorizó el permiso   -Solo hay un problema, le  aclaramos: -No tenemos dinero, préstenos 500 pesos a cada uno. Se los reintegramos con descuentos semanales de nuestros sueldos.

El director  dio un brinco en la silla, el puro se incendió entre sus dedos, la lámpara pestañeó y el estupor enfrió el ambiente.   -No, no, eso no es posible, no presto dinero ni cumplo caprichos, expresó molesto con el rostro en brasas.  Guardamos silencio e inclinamos la cabeza con las manos entrelazadas sobre el estómago en una actitud plañidera que a final de cuentas lo conmovió. De un cajón sacó una chequera y con una pluma Sheaffer llenó y firmó dos documentos por 500 pesos cada uno.

 El puro retornó de sus cenizas y la lámpara recuperó voltaje; atrapamos los cheques a vuelo y salimos raudos de la oficina.   Antes de ganar la puerta, don Antonio advirtió con perentorio grito: ¡Si no regresan en tres días, quedarán despedidos!    No contestamos porque el agradecimiento enturbiaba ojos y voz.

Compramos los boletos y el  viernes muy tempranito viajamos a México  (el camión paró brevemente en Ciudad Lerdo y como me hallaba recién casado,  gasté 25 centavos en una tarjeta de los enamorados, la deposité en un buzón cercano y se la envié a mi flamante esposa, ante el enojo de Rodrigo; tardíamente comprendí que no llevábamos  dinero para gastarlo en nimiedades y como se leerá más adelante, esos centavos nos hicieron muchísima falta en México); llegamos al DF el sábado, justo a tiempo para adquirir los boletos de entrada a la Arena México, escenario de la histórica pelea de despedida de los encordados, del ídolo mexicano, Raúl "Ratón" Macías. Ante las taquillas había largas colas y de repente se nos acercó un revendedor encubierto en las sombras y nos ofreció dos boletos, con un recargo  de miedo, desequilibrante del exiguo presupuesto que apretábamos en los bolsillos. - ¡Síganme! ordenó  y nos llevó a una vecindad cercana. Se nos acalambraron las piernas, pero le echamos valor al asunto y trepamos por una desvencijada escalera al segundo piso; en una puerta vieja de un viejo cuartucho,  una viejita le entregó los boletos, nos pidió el dinero y desapareció.  En la Arena México nos esperaban más colas de aficionados y el acabose  (para dos humildes provincianos)  fue la entrada al  enorme recinto pletórico de gente chilanga,  con las luces iluminando el cuadrilátero y dos pugilistas cubriendo la primera pelea del programa. Nos quedamos con la boca abierta y ojos de plato. En el séptimo "round" el "Ratón" sacó del encordado a Ernesto Parra con un potente golpe a la quijada y  las luces de la arena estallaron de júbilo. Rodrigo y un servidor nos abrazamos, satisfechos de haber cumplido a satisfacción con esta odisea y también gritamos a todo pulmón. El domingo, más desenvueltos y con un toque  cosmopolita, nos trasladamos al estadio de la Ciudad Deportiva para disfrutar  el triunfo de México sobre Costa Rica por dos goles a cero, anotados por Héctor Hernández.  No habíamos probado alimento por falta de dinero y  de pronto del cielo comenzaron a caer migajas de pan, carne , lechuga y jalapeños. ¡Un milagro! Pensamos. Pero no fue tal. Resulta que  un chilango sentado un asiento más arriba, a cada mordisco que le daba a una torta gigante de dos pisos y un metro de largo, nos salpicaba de sobras, y las comimos sin ningún rubor para calmar el hambre que nos atosigaba panza y alma en esa mañana futbolera. 

En la terminal de los autobuses, ya de regreso de México y con veinte centavos aún disponibles, compramos un paquete de galletas María, las llevamos al paladar como si fueran obleas y las conservamos en la boca de México hasta Torreón. Gracias a las milagrosas galletas, la inanición nos hizo los mandados. Sin embargo...

A la llegada del autobús a la terminal de Torreón, impulsados por el apetito fallido, cada uno corrió a su casa y devoró lo que había en la cocina. Encontré un caldo de tres días (el caldo, no la res) y acabé con tuétanos, cocido y elote. Duré  día y noche con diarrea; a Rodrigo le fue mejor: halló puros frijoles de la olla pero no se puso malo porque estaban recién cocidos. A tantos años de distancia, ya no me da vergüenza revelar un hecho un tanto penoso pero esencial y necesario. Mientras arrancaba el autobús de vuelta a nuestra ciudad, hurgamos en unos botes de basura en los patios de un restaurante, buscando residuos de comida, y nos fue bien: Rodrigo saboreó un salmón ahumado con aceitunas y ostiones y yo un chile de nogada... con un tenedor.    

A don Antonio no le fallamos: el lunes nos reportamos puntuales a la sala de redacción, Rodrigo a la sección de cables y un servidor a la máquina Remington para pasar en limpio mensajes, telegramas, corresponsalías y contestar, con buenos modos, el teléfono. Sus mecanógrafos, los más veloces del rumbo, habían retornado sanos y salvos, cubiertos de laureles y de gloria.

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