Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

En las horas sin horas de la noche se confunden los recuerdos y los sueños. Yo tengo este recuerdo que no sé si lo soñé, o este sueño que ahora estoy recordando. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Quién lo sabe. Ni los sueños ni los recuerdos son del tiempo. José Mojica ha llegado a cantar en mi ciudad. No hace mucho dejó la vida del artista para vestir el hábito de San Francisco en un convento del Perú. Se presenta en el Casino de Saltillo. He leído su autobiografía: “Yo pecador”, y con mi novia voy a oírlo. Canta cosas de Grever, de Lecuona, y desde luego “Solamente una vez”, que Agustín Lara escribió para él y para el amor. Para el Amor. No tiene ya fray José de Guadalupe la voz espléndida que Mojica tuvo, ni la galana apostura del actor de cine, pero a pesar de haber perdido la juventud y la prestancia de sus años mozos su personalidad es carismática. Al término del recital el público le rinde una ovación de pie. El artista ofrece un enocore. Dice: “Voy a cantar ahora una canción que acabo de aprender. Cuando la oí me pareció muy bella, y de inmediato la incorporé a mi repertorio. Es de un joven compositor mexicano apellidado Manzanero. La canción se llama ‘Parece que fue ayer’”. Fue ésa la vez primera que escuché el nombre de Armando Manzanero, y desde luego la primera vez que oí esa canción. Pasó el tiempo. Ahora mi novia es ya mi esposa y la madre de mis pequeños hijos. Cada fin de año los llevamos a la Ciudad de México a que vean la maravillosa iluminación navideña de la Capital. Para ellos es aventura emocionante hacer el viaje en tren, dormir en vagón Pullman y llegar a hotel de lujo: el Regis. Por 80 pesos diarios contratamos los servicios de un servicial chofer que pasa por nosotros a las 8 de la mañana y nos deja de regreso en el hotel a las 8 de la noche. Antes que nada y primero que todo la Basílica. Después lo demás: Chapultepec. Xochimilco. las Pirámides, el Zócalo, San Ángel, Coyoacán. La Torre Latinoamericana, claro, que todavía es grande novedad. Desde su mirador se miran los volcanes, cerquitita. Caminamos ahora por San Juan de Letrán, que aún se llamaba así. Entro en una tienda de discos, y después de hurgar entre los de una mesa -”Ofertas”- veo uno de Armando Manzanero, aquél de la canción que a Mojica le escuché. Lo compro. De regreso a Saltillo en “El Regiomontano”, inolvidable tren, vamos al coche comedor. En una de las mesas, solo, está un hombre joven cuyo rostro me parece conocido. Lo identifico pronto: es el que aparece en la portada del disco que compré. Voy a mi camerino y regreso con la grabación. Mi hijita Luly, que no ha heredado la cortedad y convencionalismos de su padre, va con Manzanero y le pide que ponga su firma en el disco. Lo ve el compositor y desde su lugar me pregunta: “¿Dónde lo consiguió? Es el primer disco que grabé. De él se hicieron nada más 500 copias”. Conservamos la grabación como tesoro en la colección de acetatos históricos de Radio Concierto, la emisora cultural que mi familia y yo mantenemos en Saltillo. Después de larga y bien vivida vida murió Armando Manzanero, el último gran compositor romántico de México. La muerte no triunfó sobre él: ¿puede haber muerte para quien tanto dio a los demás? Cada canción escrita por el gran yucateco es un certificado de inmortalidad. No muere nunca quien ha hecho una canción que el pueblo canta. Cuando en una noche de bohemia alguien la entona, el que compuso esa canción vuelve a vivir. En Santa Lucía de Mérida, lo mismo que en todo México y el mundo, Armando Manzanero seguirá estando de cuerpo y alma presentes. Él tiempo pasará. Él no. Sus canciones le han dado ya la vida eterna. FIN.

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