Columnas la Laguna

ANÉCDOTAS

A MI MADRE, UN ABRAZO

HIGINIO ESPARZA RAMÍREZ

A manotazos mi mamá se abría paso entre la densa nube de zancudos que ensombrecía la casa en plena mañana; salía del otro lado de la habitación con los ojos lacrimosos y su morena cara, brazos y piernas inflamadas por las llagas que le habían causado los insaciables insectos voladores, provenientes de las aguas encharcadas del canal de La Perla que pasaba a un lado de finca donde mal vivíamos.

Un zumbido sordo y persistente invadía la desprotegida vivienda las 24 horas del día y se volvía insoportable durante las mañanas y las largas noches en que no podíamos dormir tranquilamente por las picaduras constantes de los mini chupadores de sangre humana, una plaga que flagelaba la vida de mi madre la mayor parte del año porque ella era la que trajinaba sin descanso de un cuarto a otro, ocupada en la limpieza, lavado y planchado de ropa, elaboración diaria de los escasos alimentos que les proporcionaba a sus pequeños hijos, la atención desmedida de éstos cuando se enfermaban y otros quehaceres que la tenían esclavizada.

Sufrimiento, abnegación y miseria la castigaron siempre y por eso raramente sonreía. Sus momentos de sosiego eran esporádicos y se daban cuando conseguía escapar a la calle y tratar de descansar en una silla aprovechando noches frescas, liberada momentáneamente del suplicio.

(Juan Manuel González Cerda, columnista de El Siglo de Torreón, escribió un artículo titulado: “Mujeres estresadas, exhaustas, abrumadas y culpables” referido a las señoras que trabajan fuera de casa y me pregunto: ¿Y las que trabajan dentro de casa, las que lavan, remiendan y planchan la ropa del marido y de los hijos y procura darles a éstos educación y una visión de la vida? También cuentan Juan Manuel. No tenemos que ir a Suecia, Alemania, Italia y Estados Unidos para confirmarlo. En México, en Monterrey, en la Región Lagunera, hay ejemplos de los sinsabores maternos).

Millones de zancudos se metían a la humilde morada a través de puertas y ventanas carentes de telas de alambre que impidieran su paso. Si las cerraba mi madre, un calor agobiante nos envolvía y prefería mantenerlas abiertas para que las corrientes de aire deshicieran la plaga alada.

Nunca tuvo dinero suficiente para comprar y colocar las telas metálicas protectoras y las pocas monedas que lograba reunir las invertía en alimentos para la paupérrima familia que fue su carga de por vida. El marido –mi padre- obtenía poco dinero como zapatero y los gastos rebasaban los raquíticos ingresos.

La lucha de mi madre contra la adversidad era constante, sin treguas, impulsada por la necesidad apremiante de mantener a flote a sus hijos en incipiente crecimiento. Además de la comida, obtenía de manos de su hermana y benefactora Emilia, ropa usada para vestirlos. Ella misma cosía la tela para las camisas y pantalones de sus hijos y mi padre nos ajustaba zapatos viejos llevados a remiendo pero nunca reclamados por los dueños. Chuecos de forma pero derechos de sentimiento.

Las desgracias y la mala fortuna empañaron su existencia. De condición humilde, se casó muy joven y tuvo diez hijos, cinco de los cuales murieron a temprana edad afectados por padecimientos diversos que intentaba combatir con remedios caseros. Nunca acudió a los médicos porque no tenía para pagarles y menos para comprar medicinas. Ella enfermó de los pulmones.

Además de esa pérdida, años después se vio enfrentada a tragedias inesperadas que la sacudieron anímicamente. No se derrumbó, por el contrario les hizo frente con gran entereza a costa de los sufrimientos propios que tanto la agobiaban y las superó, al menos aparentemente.

Falleció el jefe de familia y se agravó el desamparo. Sola, pudo atender a sus hijos sobrevivientes pero dos de ellos –de los que más esperaba una retribución- la decepcionaron. Uno murió a los 33 años de edad y el otro, de apenas 17 años, la abandonó por otra mujer. Fui yo, precisamente, en el que más confiaba para sacar del hoyo a la familia, pero me casé recién entrado a mi primer trabajo formal y perdió unas ilusiones que se había forjado a partir de una beca que gestionó ante una sobrina y prima hermana mía –Consuelo Ramírez Camacho, quien se desempeñaba como maestra en la Escuela Bancaria y Mercantil, para que yo cursara estudios de comercio. Ángel, Teresa y José crecieron y prodigaron cariño y compañía a mi madre, sobre todo el primero que una vez la llevó al circo junto con los pequeños hijos de Teresa. Conservo una foto de ese momento, donde ella sonríe, feliz y descansada.

El desaliento y la infelicidad que la rodeaba minaron su organismo y finalmente murió en el Hospital Civil de Torreón a la edad de 56 años. Nunca tomó alcohol, pero extrañamente una cirrosis acabó con ella. Desgastada y envejecida por los injustos golpes de la vida, ya no tuvo fuerzas para resistirlos y sobreponerse al infortunio.

Por lo tanto ya no supo que en años recientes seguirían el mismo camino Teresa, Ángel y José, los tres hermanos menores que yo, el único sobreviviente de los diez hijos que dio a luz.

Alabo su fortaleza espiritual, su entrega incondicional a favor de los suyos y su entereza para soportar los sufrimientos que le impuso una realidad plagada de calamidades y miseria. Ella es el mejor ejemplo de las madres que trabajan dentro del hogar, se agotan y se enferman, sin remedios a la mano. Ganas tengo de estrecharla en mis brazos en esta navidad, en año nuevo, cada diez de mayo y en todas las ocasiones que esté a mi lado. Su recompensa ha sido el cielo y me reconforto, pues bien sé que en espíritu me sigue cuidando.

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