Columnas la Laguna

ANÉCDOTAS

MATA EL MALVADO CORONAVIRUS LAS VIVENCIAS EN LAS AULAS

HIGINIO ESPARZA RAMÍREZ

La naranja grande y roja como una toronja, salió disparada desde el escritorio del profe hasta la pared del fondo del salón; se estrelló desgajándose en trozos, semillas, cáscaras y jugo, mucho jugo y salpicó a los alumnos “burros” que por ese motivo se sentaban hasta mero atrás creyendo que en esa forma esquivarían tareas, preguntas y respuestas. Nunca levantaban el dedo para contestar los cuestionamientos del docente que tenía a su cargo las clases de cuarto año de la educación primaria y abrían el cuaderno sólo para tratar de despistar. “Naranjas”, era su excusa.

Esa mañana a las nueve horas, el lanzamiento pasó veloz entre dos de los compañeros amantes del desorden pero no tocó a ninguno. La intención del maestro fue llamarles la atención para que atendieran la clase, confiado en su extraordinaria puntería. Los más aplicados como yo, ocupábamos los pupitres de adelante, pero tampoco escapábamos al salpique regañón.

El proyectil frutícola dejó impresa en la pared una gran estrella escurriendo vitamina C; los increpados en esa forma tan peculiar del maestro -su tiro, preciso y tenaz, me recordó a Balazos Mac Daniel, pítcher del Unión Laguna-, hicieron caso omiso del llamado y recogieron los pedazos vegetales para chupar gajos y cáscara ante la envidia de los demás. No todos teníamos la suerte de ir a la escuela desayunados y limpios, dispuestos al aprendizaje. Lo más lamentable, triste, infeliz y desgraciado de la situación, fue que en nuestros hogares de condición pobre, no había dinero para comprar una semita empolvada de Lerdo, un plátano y un vasito de leche hervida.

Uno de aquellos condiscípulos blanco del singular regaño, de familia netamente aliancera, tenía el hábito de llevarle naranjas al profesor para congraciarse y obtener buenas calificaciones, pero le falló la mira. El regalo era a diario, es decir, de lunes a viernes y sin embargo, esa mañana no consiguió calmar el mal humor del docente y en cuanto éste se dio cuenta que los de atrás platicaban, incluyendo a su abastecedor naranjero, cogió uno de los tres cítricos depositados en el escritorio y lo arrojó hasta el fondo del salón, logrando aplacar al grupo de borloteros. A partir de entonces más admiré al maestro por su puntería de beisbolista, pero ya no hubo naranjas pues el compañero ofendido por los naranjazos, prefirió guardarlas en su mochila para repartirlas entre el grupo durante el recreo.

Pero siguió platicando en clase con los mismos compañeros de banca pensando que ya no habría pelotas de gajos por lanzar. Pero !oh sorpresa!, les llovieron borradores de madera que -esos sí- rebotaban contra la pared y les pegaban en la cabeza y en la cara, salpicándolos de gis. Los muy cínicos se embarraban con tiza los dedos para simular que habían pasado al pizarrón. En otra ocasión -les había valido gorro la reprimenda con las naranjas- les llegó por el aire un compás de madera con punta afilada como los que usaba Leonardo da Vinci en sus diseños futuristas, y burlones, lo devolvieron a su sitio, colgado a un lado del tablero, como si nada hubiera sucedido.

El maestro ligamayorista reponía esas explosiones de mal genio con expediciones grupales al Cerro de Calabazas, pasando por el río Nazas y el puente “negro” del ferrocarril, incluyendo -pasando por un ladito-, las impresionantes abras que se abrían (vaya redundancia) en las faldas rocosas y la corriente de aguas broncas. Nos conducía en fila india por toda la ladera serrana hasta llegar a la cumbre, donde tuvimos la oportunidad de conocer los fortines levantados por las fuerzas constitucionalistas en sus enfrentamientos contra el equipo bélico del insurrecto general Francisco Villa. Y recoger, como reliquias, los cartuchos quemados.

Preparados de antemano con los modestos almuerzos elaborados por nuestras progenitoras, compartíamos frijoles, tortillas y agua, bajo la amigable y protectora vigilancia del maestro para subsanar carencias alimentarias entre sus niños. Los fortines nos servían de miradores para conocer desde las alturas las poblaciones conurbadas, una experiencia más que marcó el fin de aquella inolvidable e irrepetible odisea escolar.

Esta añoranza viene a la mente a propósito de la educación en línea internet impuesta por el gobierno federal con el propósito de frenar los contagios por coronavirus. Eso quiere decir que mientras persista la pandemia, ya no habrá clases en las aulas ni convivencias cara a cara, los alumnos no cargarán en sus espaldas las mochilotas que nunca supe qué contenían, ni cortejarán a la compañera de cuarto año que lleva trenzas en forma de dona o a la de sexto con pecas en el cuello; no se treparán a las ventanas del aula contigua para cortejar a las muchachas y menos podrán armar equipos de volibol y figurar en las competencias a nivel escolar; tampoco gozarán de los recreos para relajarse y comprar en la tiendita mazapanes, garapiñados, dulces, paletas, cacahuates, petardos y “espantasuegras”. “Echarse la vaca” igualmente será una práctica que entrará en desuso a pesar de lo saludable que resulta cambiar de aires. Del mismo modo serán historia los castigos en el rincón del salón, de cara a la pared y con orejas de burro, al igual que las trepidantes pruebas de matemáticas y de ortografía en el pizarrón, gis y borrador en mano. ¿Y la campanada de salida? ¿La roncha? ¿La quemada? ¿El burro? ¿El salto de la cuerda? En la era digital, sólo quedan recuerdos de aquella bella época. Los salones de clase vacíos se han quedado, en el abandono mueren ; de vandalismo sufren y la picota es su destino.El coronavirus y la cibernética ya emitieron su condena: no más clases en las aulas; tampoco recreos; mucho menos las naranjas que vuelan y los amores de niño. Con el coronavirus y la era digital, las vivencias en las aulas han muerto...

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