Desde que se tuvo conocimiento era fundamental atender la situación con la magnitud que la misma demandaba. El COVID-19 está en estos días matando como no lo había hecho desde que se pronunció la pandemia como tal en marzo pasado.
Sin siquiera llegar a mitad de mes, Torreón, con el reporte de ayer, llegó a 102 defunciones, superando las 100 que se suscitaron en octubre pasado, y por razones obvias la cifra de fallecidos seguirá creciendo en noviembre.
Desde que se desató la pandemia, es claro que nos encontramos en el punto más álgido de la misma, en el punto más alto de los contagios, ayer se reportaron 91 nuevos casos documentados de contagiados y eso es solamente de las personas que se pudieron probar, porque además de lo grave que resulta esta situación, es claro que el Estado no ha tenido la capacidad de realizar las pruebas necesarias para tener mayor certeza del número real de enfermos al momento, por lo que el Gobierno ha autorizado a algunos laboratorios realizar pruebas.
El problema es que el costo para el cliente para una enorme porción de la población es inalcanzable. Hay excepciones donde se puede pagar alrededor de 1,300 pesos por examen, pero los precios están también entre 2,500 y 3,200 pesos, lo que dificulta por razones económicas que todos aquellos con síntomas tempranos de la enfermedad acudan a levantar la muestra para confirmar si la portan o no, por lo que al transcurrir algún tiempo con principios de haber contraído el mal y no haberse probado, van contagiado a terceros generaron un crecimiento exponencial y causando el mal generalizado que hoy más que nunca está enviando a más personas a la tumba.
No se puede bajar la guardia, el coronavirus en este momento nos está dando más duro que nunca y es responsabilidad nuestra. El ansia natural de volver a la vida que se tenía antes de marzo y el aparente control que se tenía en la curva de contagios causaron un descuido hasta irresponsable de las medidas de control. Las fiestas o los eventos deportivos y sociales con numerosos asistentes hicieron que se dispararan geométricamente las infecciones al punto de que se saturó el sistema hospitalario privado y el público está casi al 100 % de su capacidad.
Desde que se supo lo que significaría el coronavirus, la principal preocupación de las autoridades era justamente que el número de pacientes que causara esta enfermedad rebasara el número de camas hospitalarias para atenderlos. De igual forma la angustia era no tener los suficientes ventiladores para poder asistir mecánicamente a aquellos desafortunados a los que el COVID obligase a ser intubados por la gravedad de la deficiencia respiratoria que puede causar el virus.
Por fortuna el colapso no había ocurrido, en parte porque las medidas de confinamiento para disminuir la tasa de contagios y el crecimiento de camas y ventiladores disponibles habían evitado de marzo a octubre la temible saturación de hospitales; pero este escenario ha cambiado y hoy en La Laguna cada vez nos estamos aproximando a sencillamente no tener la capacidad de atender a enfermos que necesiten ayuda, sencillamente porque todo está rebasado.
No se trata de ser catastrofistas ni mucho menos. Ordenar un cierre masivo puede causar un daño económico que, si bien es cierto que se encuentra en una dimensión por debajo de la vida y de la salud, también es cierto que gran parte de la población vive al día y seguir asediando sin ton ni son el sistema económico hasta asfixiarlo puede traer consecuencias gravísimas para una sociedad que en esencia de por sí es tremendamente injusta por su pronunciada inequidad en el reparto de la riqueza. Pero no se debe soslayar que la delicadísima situación que vivimos en este momento respecto a la pandemia la hemos causado nosotros mismos por nuestra irresponsabilidad.
