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México frente al bicentenario

Urbe y orbe

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Comencemos con dos preguntas: ¿Qué es México? Y ¿qué es ser mexicano? Hoy arranca la cuenta regresiva para el bicentenario de México como estado independiente y, con ella, se abre una oportunidad de reflexionar sobre los retos que la república enfrenta y lo que tendríamos que hacer para superarlos, y definir lo que significa la mexicanidad en el contexto global del siglo XXI. Por tradición los mexicanos celebramos la independencia de nuestro país el 15 y 16 de septiembre, para recordar el mítico Grito de Dolores con el que en 1810 inició la rebelión armada que pondría fin a tres siglos del régimen colonial de la Monarquía Hispánica. No obstante, es el 28 de septiembre de 1821 cuando México se constituye legalmente como estado soberano con el Acta de Independencia del Imperio Mexicano firmada por los integrantes de la Junta Provisional Gubernativa nombrados por Agustín de Iturbide, quien se proclamó emperador meses después. El primer punto a revisar es precisamente esta historia, la del nacimiento de una nación que, lejos de la narrativa oficial, surgió bajo la visión de un nacionalismo criollo conservador, elitista y racista. Más que una simple anécdota, el hecho de que Iturbide saltó de las fuerzas realistas a las tropas insurgentes, cuando ya era inminente la ruptura con la metrópoli, es una evidencia de cómo se consumó la independencia. Y es que, bajo las pugnas de monárquicos contra republicanos, centralistas contra federalistas y conservadores contra liberales, y el intento de imponer el concepto de un estado mestizo, se escondió durante todo el siglo XIX la discriminación de la población indígena y afromexicana, y la negación de la pluralidad cultural del territorio. Benito Juárez, el presidente liberal convertido en leyenda por la historia oficial, constituye la excepción que confirma la regla. Incluso siendo él un indígena zapoteco en la cúspide del poder político, poco cambió la estructura social del país que mantiene hasta hoy a las naciones originarias en la marginación, y permite una discriminación basada en el color de piel, a pesar del levantamiento indígena neozapatista de 1994.

El impulso masivo de la mexicanidad, basada en una supuesta nación completamente mestiza con ciertos patrones culturales transformados luego en clichés, se dio durante las décadas posteriores a la guerra civil de 1910, conocida oficialmente como Revolución Mexicana. Dicha revuelta marcó la transición de una dictadura unipersonal de férreo control político a una dictadura de partido basado en el corporativismo y la renovación sexenal. El nuevo régimen, una vez consolidado en los años 30, comenzó una campaña ideológica para forjar una mexicanidad con el sello del nacionalismo revolucionario. La literatura, la pintura, pero sobre todo la música y el cine sirvieron para posicionar los elementos que terminarían convirtiéndose en símbolos de una mexicanidad más abstracta que real. El nacionalismo revolucionario era tan forzado que terminó por desgastarse a la par del régimen de partido de Estado, mismo que comenzó a desestructurarse primero por un autoritarismo cada vez más represivo, que puso en evidencia las dificultades del sistema para sostenerse, y después por la entrega de la política económica al consenso neoliberal, o lo que se entendió en México de ese concepto en los ochenta y noventa. El Estado se empequeñeció para dar paso a una iniciativa privada afín al sistema, cada vez más protagónica y con mayores capacidades de acumulación de riqueza a partir del desmantelamiento de los antiguos monopolios estatales. Lo que en algún momento fue un estado de bienestar corporativo y petrolizado se convirtió gradualmente en un régimen clientelar que administraba la pobreza y la corrupción para mantener el control.

Cuando resultó imposible sostener al PRI a la cabeza de dicho estado, se soltaron las riendas y se permitió el arribo a las estructuras de poder de otros partidos que venían empujando o negociando espacios. La llegada del PAN a Los Pinos no significó el fin de la corrupción, la pobreza, la discriminación, la desigualdad o el poder criminal. Los Gobiernos de la alternancia mantuvieron la política económica "neoliberal" en medio de un proceso gradual de descomposición política y social. El hartazgo para con los últimos tres Gobiernos (dos del PAN y uno del PRI), la desilusión con la alternancia, la corrupción cada vez más evidente, la violencia imparable y la ampliación de la brecha de la desigualdad, allanaron el camino para que un político carismático y populista forjado en el ala izquierdista del PRI y luego en el Frente Democrático Nacional que a la postre daría forma al PRD, llegara a la presidencia montado en un movimiento sui géneris, Morena, con una amplia votación y en medio de altísimas expectativas. A casi dos años del arribo al poder de Andrés Manuel López Obrador, los problemas siguen siendo la corrupción, la pobreza, la desigualdad y la violencia, a los que se han sumado una crisis económica sin precedentes por su magnitud derivada de la pandemia y una creciente polarización política y social alimentada por el presidente y sus opositores.

A un año del bicentenario, y más allá del engañoso discurso de la transformación y los vínculos retóricos con las "grandes gestas" del pasado (Independencia, Reforma y Revolución), y de la mirada elitista de buena parte de la oposición política y económica del país, México está ante una excelente oportunidad de redefinirse como estado nacional en medio de un contexto global, y los mexicanos frente al reto de cuestionarnos y reflexionar sobre lo que significa ser mexicano hoy, más allá de los lugares comunes que no representan la pluralidad real de este país. México está ante el desafío de fortalecer sus instituciones republicanas por encima de fuerzas polarizadoras; de profundizar en verdad el federalismo para dar a los municipios más peso y autonomía y a los estados mayores recursos y facultades; de recuperar el carácter civil del Estado y de sus fuerzas de seguridad ante la escalada de violencia y una creciente militarización de la vida pública; de romper la lógica clientelar del asistencialismo social ante la pobreza lacerante; de reposicionarse en el mundo a la cabeza de temas como seguridad y migración; de sentar las bases de un auténtico estado social en el que quepan todos y todas sin perjuicio de la diversidad de identidades culturales, sexuales y religiosas, y lejos de visiones racistas, clasistas y machistas. Como mexicanos, nuestra oportunidad está en construir una manera diferente, más profunda, más libre y más plural de vivir la mexicanidad.

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