Columnas la Laguna

ANÉCDOTAS

LOS EXCÉNTRICOS INCOMPRENDIDOS

HIGINIO ESPARZA RAMÍREZ

¡Juego de locos! Gritaban los internos de un sanatorio psiquiátrico ubicado por el bulevar Presidente Alemán, de Gómez Palacio, Durango, cada vez que la pelota de cáñamo y cuero entraba por las ventanas de la finca, contigua a un campo de beisbol donde los batazos largos resonaban cada vez que se paraban en la goma los "cuartos bate" de los equipos contendientes, Temo Ontiveros por nuestro lado y Babe Ruth por el otro.

Gritaban desgañitados, como locos, pero devolvían la esférica por la misma ventana, desde el segundo piso de la clínica cuya desaparición todavía lamentamos los orates que estamos afuera. Otros chiflados la demolieron para abrir terreno destinado a un centro comercial y se acabaron los juegos y gritos de los alienados.

El sanatorio y su operador y propietario, fueron famosos en la comarca lagunera; venían psicópatas de diferentes partes del país, esperanzados sus familiares en una pronta recuperación y una vuelta a casa, donde aquellos habían tumbado, nomás porque sí, trasteros, vitrinas, repisas, mesas y árboles que adornaban la banqueta o se daban de cabezasos contra la pared. Los canastos para la basura tampoco escaparon a esa sed de destrucción demente, por lo cual, su confinamiento era el único camino para apaciguarlos.

Una cura que nunca olvidaré, fue la música de piano, ejecutada con gran maestría por el dueño del sanatorio. No estaba loco, me consta, sólo trataba de sacar de su marasmo cerebral al prójimo (y seguramente a la prójima también, aunque nunca le vi mujer) y lo conseguía, porque ninguno de los chalados quería abandonar aquel ambiente de silencios y locura. No había pláticas entre ellos y solían guardar la sana distancia, de cara hacia la pared. Otros se ahorcaban.

Los desquiciados con los que me tocó convivir por fuera, tenían sus altas y sus bajas. Uno perseguía a la madre para pegarle en la cara con una manguera y otro disfrutaba, alelado, con la música de piano que ofrecía el anfitrión de los desmesurados mentales. En Mazatlán, el azotador de su madre se metió al mar y se fue caminando hasta que las olas lo arrastraron sin intenciones de devolución. Desde la playa le gritamos como locos para que se devolviera pero ya no pudo porque un oleaje alocado se lo tragaba. Una patrulla de rescate lo salvó de morir ahogado, ante la decepción materna. La madre también se volvió loca, y a golpes con una vara de membrillo lo regresó al mar.

La locura la traemos por dentro, aunque nadie nos comprenda. En mi entorno familiar hay locas y loquitos. Una madre -la hija más pequeña- que le compra al hijo una batería con platillos y tambora a sabiendas que ninguno de mis descendientes tiene vena musical, ni siquiera cantan en el baño. También le compró una yegua y un pial para convertirlo en vaquero de medianoche cuando aquel se duerme a las diez peeme. Lo peor: a uno de mis bisnietos, aspirante a caballista y guitarrista, con novia quinceañera, la madre -mi nieta, aclaro- lo metió a una escuela de box, ignorando que los viejos boxeadores, chatos, chimuelos y sin orejas por tanto trancazo, terminan loquitos. Escuchan un timbre, el del vendedor de paletas por ejemplo, y brincan de la banca del parque tirando golpes a lo loco.

Aquella hija tiene alberca y a cada rato la pinta, la limpia, la barre y renueva los adoquines de las banquetas, pero nunca la usa. Pasa de lado sólo para observar a un huitlacoche que duerme en el cuarto de máquinas. Platica con las gallinas, los borregos y los canes que tiene en el patio y presume con una vibora mañanera que a veces aparece dormida bajo su ventana, la de mi hija, no la del reptil.

24 horas manejando sin descanso hasta Vallarta, ida y vuelta, con tres familias atiborradas en una camioneta con doble cabina ¿no es otro síntoma de locura? La misma descompostura mental revela el hombrecito de la casa al salir a las cinco de la mañana en una combi antidiluviana hasta Cuatro Ciénegas para rastrear a los tomadores de cerveza de la edad de piedra junto con los también zafados nómadas del desierto. ¡Una locura!.

Hoy regresé -53 años después- a aquellos lugares donde se hallaba el campo de beisbol y la clínica, con la idea de disfrutar con los acordes musicales del piano maestro y los gritos de los locos festejando a los locos que jugaban afuera. Pero ya no hay bates, tampoco pelotas, jugadores y lunáticos. El sanatorio murió bajo capas de asfalto. Llevé una bolsa con esferas beisboleras para arrojarlas a las ventanas de los vesánicos encerrados, y esperar a que las devuelvan con el grito -por cierto bastante razonado-: ¡Juego de locos! Intentaré atraparlas con un guante de beisbol, duro y sin carnaza amortiguadora.

. No importa que la gente que pasa por allí, me juzgue lorenzo, leocadio, majareta, insano, salido del riel y demás yerbas. Lo bueno es que no estoy solo en esta aventura esquizofrénica. Volteo hacia mi izquierda y observo a mi bisnieta Andrea, de dos años de edad, darle de puntapiés a la pared porque según ella la pared le pegó. Luego se va, entra a mi cuarto donde guardo mis juguetes y regresa, llorando, tres minutos después.

-¿Qué te pasó? le pregunto.

-Me mordió el cocodrilo. -¿En mi cuarto? Y salto alarmado de la silla. Se limpia los mocos con la mano izquierda y con la derecha me muestra un cocodrilito de cerámica. -¡Niña loca! le grito y me pongo a hacer lagartijas en la pared. Aunque nadie me comprenda.

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