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La silenciosa

DENISE DRESSER

Cómo olvidar ese hito en la historia de la Suprema Corte de Justicia. El día en que sus miembros votaron unánimemente por cerrarle el paso al Bonillazo en Baja California. La coyuntura en la cual el máximo tribunal demostró su independencia del poder político, su autonomía -vis a vis- AMLO, su papel de contrapeso constitucional. La Corte sí funciona como debería, afirmaron los ministros, mientras se daban palmadas celebratorias en la espalda. La Corte sí defiende la Carta Magna aún cuando sus principios sean puestos en jaque por Morena, argumentaron los de la toga, mientras presumían saber usarla. Y en efecto, fue un magnífico momento de los cuales debería haber más. Ante un gobierno cuyas transformaciones están sujetas a numerosas impugnaciones, la SCJN ha guardado un sospechoso silencio. Los casos pendientes se acumulan y la Corte calla o posterga, convirtiéndose -de facto- en acompañante de la arbitrariedad.

Una arbitrariedad derivada de la propensión a gobernar vía decretos que concentran poder en manos del Presidente. El retorno al hiperpresidencialismo salinista, presentado como un avance progresista. El supuesto "cambio de régimen" que se asemeja más a su refundación. Y por ello el surgimiento de una amplia gama de controversias constitucionales, acciones de inconstitucionalidad y amparos frente a los cuales la Corte debería tomar postura. Por todo lo que está en juego: la distribución de poderes y qué institución está facultada para ejercerlos, los privilegios que deben ser combatidos y los derechos que deben ser protegidos, la preservación de las autonomías imperfectas y cómo mejorarlas. No se trata -como argumenta AMLO- de frenar el cambio, sino de asegurar que sea para mejorar. No se trata de descarrilar al gobierno, sino obligarlo a actuar democráticamente.

Para eso está la Corte. Para asegurar que las 21 reformas, leyes, acuerdos y decretos de la "Cuarta Transformación" no violen la Constitución, no destruyan lo avanzado, no le devuelvan al Presidente el poder ilimitado que la democratización del país intentó domar. Hasta ahora, López Obrador ha actuado a sus anchas, y la pandemia le da un margen aún más amplio de acción. Decreta que nadie gane más que él, sin explicar los parámetros objetivos de su sueldo o el de los demás. Decide que funcionarios de alto nivel no podrán trabajar en el sector público sino diez años después de dejar la administración pública, aunque eso contravenga derechos laborales estipulados en la Constitución. Elimina aguinaldos, borra Subsecretarías, reduce en 75 por ciento el gasto del gobierno y reasigna su destino aunque sólo al Congreso le corresponde hacer eso. En aras de fomentar la austeridad necesaria, promueve la discrecionalidad destructiva.

Y el mismo -modus operandi- aplica para las leyes de Extinción de Dominio, Guardia Nacional, Uso de la Fuerza Pública, Registro de Detenciones, Sistema de Seguridad Pública, Lineamientos Generales para la Coordinación e Implementación de los Programas Integrales de Desarrollo, y los nombramientos a órganos reguladores. El Presidente y su partido se escudan en la opacidad, se aprovechan de la ambigüedad, ejercen la desproporcionalidad, y promueven la partidización de la política pública que tanto criticaron cuando eran oposición. Morenistas convertidos en PRIANistas, izquierdistas convertidos en defensores de monopolistas, una transformación que promete establecer el Estado de Derecho cuando viola sus principios más esenciales. El Presidente se queja de la resistencia a sus propuestas, pero es el primero en concebirlas mal en términos democráticos, e instrumentarlas peor en términos jurídicos.

No es solo un problema de visión gubernamental; no es solo un tema de ineptitud legal. El de AMLO es un gobierno al cual no le importa ni le interesa ni le preocupa que México se vuelva un país de leyes. Basta con que sea un paraje plegado al Presidente, y dispuesto a rendirle pleitesía porque defiende al pueblo, aunque le arrebate derechos. Frente a ese paradigma reforzado por la pandemia, la SCJN debería tener mucho que debatir. Mucho sobre lo cual pronunciarse y no lo ha hecho. Múltiples casos languidecen, archivados durante más de nueves meses, en espera de lo que Arturo Zaldívar agende o postergue, hable o calle. Mientras tanto, el silencio de la Corte dice mucho y, al mismo tiempo, es estridentemente ensordecedor.

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