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CONTRALUZ

PUNTO CIEGO

MARÍA DEL CARMEN MAQUEO GARZA

A dos metros de la ventana de mi recámara se encuentra el cadáver de un clavo de ornato que murió hace un par de años. Se consumió en cuestión de una semana, como hacen hoy en día muchos pacientes con COVID. Y, como haría algún personaje siniestro de Stephen King, conservo su cadáver en mi patio. Contrastan tronco y ramas, desnudas y negruzcas, con el verdor que se despliega en derredor suyo y en forma campechana lo invade; al menos la bugambilia y el jazmín se han encargado de lanzar ramas como antenas para enlazarse con las suyas, y poblar de color su fúnebre negrura. Cualquier paisajista haría un entendible gesto de reproche al verlo; con dificultad entendería mis razones para mantenerlo en pie justo donde murió con dignidad y ahora se niega a abandonar.

Esta mañana fue un hermoso cardenal macho la primer ave que llegó de visita. Con gorjeos cortos y repetidos buscaba (supongo) a su compañera, que al menos durante los minutos que duró el repetido llamado, no apareció. En muchas ocasiones coinciden; primero él con su hermoso color rojo nochebuena, y un momento después ella, ataviada de un sobrio plumaje parduzco. Del mismo modo llegan en pareja unos simpáticos pájaros carpinteros, algo más nerviosos que los anteriores, movilizando la cabeza de aquí para allá, vigilantes. Por las tardes toca a los gorriones en grupos de dos o tres, con un movimiento de cabeza y cuerpo, a manera de estremecimiento. Supongo que es parte del cortejo, habitualmente interrumpido por las palomas. Unas buchonas y otras crema; de manera repetida su pesado vuelo viene a interrumpir la fiesta de los gorriones. A estos pequeños los observo brincar de una rama a otra, limpiarse el pico, sobre todo después de beber del recipiente donde coloco agua fresca un par de veces por día. Ocasionalmente aparece una calandria, y cuando florean las sábilas vecinas, llegan los colibrís. La que ya es de casa es una ardilla que baja por las tardes a refrescarse y tal vez desentierre y coma alguna de las nueces que escondió bajo tierra.

Esta procesión de seres vivos provee de color al árbol ennegrecido, pero más que nada le da un sentido. A mí me indica que no todo tiene que ser precioso o perfecto para encajar, para poner todo su empeño en servir a otros. Por más que el árbol muerto desentone con el resto, simplemente no puedo llegar con un hacha y truncarlo; privaría a un montón de criaturas de una parte importante de su nicho ecológico.

Vivimos en una sociedad enajenante. Necesitamos mantener recordatorios constantes de cuánto vale una vida, y por encima de cualquier otra, una vida humana. En el curso de la semana hubo una nota que me estremeció: en el estado de Guanajuato hallaron a una bebé recién nacida encima de un hormiguero. Al momento cuando la encontraron, todo su cuerpecito estaba cubierto de hormigas; la rescataron y la llevaron al hospital, donde unas horas después murió. Nos ponemos en el lugar de la pequeña y por un momento imaginamos qué habrá sentido ella durante el tiempo que estuvo ahí, a la intemperie, con hambre y con sed, y poco después de haber sido abandonada, cuál no sería su dolor al comenzar a sentir no uno ni dos, sino cientos o miles de piquetes por todo su cuerpecito. ¿Qué ser humano merece una muerte así? Y, sobre todo, ¿por qué una criatura inocente?... Ahora bien, aplicando las enseñanzas de los maestros de narrativa, pongámonos en lugar del personaje que la colocó ahí; imaginemos sus razones: ¿Para hacerla sufrir en venganza por algo? ¿La puso ahí su propia madre para asegurarse de que muriera? ¿Es una venganza entre grupos de la delincuencia organizada?... Me cuesta enfundarme en algún personaje para entender.

Queda claro que tanto la vida, como el sufrimiento y la violencia, son elementos que se han incorporado a nuestro imaginario colectivo, tanto como el refresco de cola o las telenovelas. Ello genera una disociación entre mis impulsos y lo que éstos pueden llegar a ocasionar. La velocidad con que recibimos mensajes rebasa la capacidad de asimilarlos. Del mismo modo, nuestros arrebatos por llevar a cabo algo, no se someten al tamizaje de la razón. Cosificamos los entes vivos, les damos un tratamiento inmisericorde. Es muy lamentable concluir que, dentro de este universo de hiperinformación y altísima velocidad, vamos perdiendo la calidad humana que solía caracterizarnos.

Estamos atrapados en un punto ciego de indiferencia: La mente racionaliza; el corazón se endurece y el arrebato nos domina. Una buena forma de volver a conectarnos con nuestro ser espiritual es entrar en contacto con la naturaleza, entender que todo en este planeta obedece a un orden cósmico. Que somos afortunados de estar aquí y responsables de cuidarlo mientras vivamos.

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