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De Política y Cosas Peores

ARMANDO CAMORRA

¿Me habrá perdonado ya Robertito Guajardo? Pienso que sí, porque tengo la certeza de que está en el Cielo, y para estar ahí se necesita perdonar y haber sido perdonado. Robertito Guajardo era el único homosexual reconocido en la pacata sociedad de Saltillo, mi ciudad, en los años cincuenta -sin cuenta- de mi infancia. Cuando por la mañana muy temprano salía Robertito a barrer y regar la acera de su casa, en bata de mujer y con pantuflas de peluche rosa, los chiquillos que íbamos a la escuela le gritábamos desde prudente distancia: "¡Joto!", y luego escapábamos corriendo, orgullosos de nuestra proeza. Al paso del tiempo supe que había otros como él, sólo que ocultos. A mis amigos gays de la juventud los oí hablar de cierto dignatario religioso -el segundo en la escala jerárquica de la diócesis local- que asistía a las reuniones con sus íntimos vestido de mujer. "Los he conocido generales" -me decía con desparpajo uno de esos amigos. En aquella época los homosexuales eran objeto de hostilidad, y muy frecuentemente de violencia. Había uno a quien llamaban la Ramona. Cierto bravucón le dijo al paso: "¡Puto!". La Ramona le propinó a puñetazos una tunda que lo dejó en el suelo sangrando de nariz y boca. "Levántate y vuélvemelo a decir, pendejo". El caído ya no se levantó. Este fin de semana, en modo inusual, por la pandemia, se llevó a cabo la Marcha del Orgullo LGBT. Siempre he apoyado esa manifestación que lucha por la igualdad ante la ley, la no discriminación y la justicia. Tan buen combate ha dado resultados: actualmente la inmensa mayoría de los mexicanos respeta a las personas homosexuales, y hay una marcada tendencia a aceptar el matrimonio igualitario. En tal sentido la sociedad ha avanzado más que el gobierno de la 4T, que se muestra conservador, casi puritano. Falta mucho camino por andar, es cierto, pero afortunadamente los tiempos que vivimos no son ya los que sufrieron Robertito Guajardo y la Ramona. Don Poseidón, rudo labriego, viajó a la ciudad. Lo hacía cada mes con dos propósitos: el primero, ir a la iglesia a confesarse y a comulgar el primer viernes; el segundo, sedar esa misma noche en una mancebía los rijos que con su esposa no sedaba ya por causa de los muchos ajes que padecía la señora. Llegó pues don Poseidón al dicho lupanar, y la madama oyó que una de las sexoservidoras le decía con enojo: "¡No! ¡Eso no!". Lo rechazó otra, terminante: "Nunca he hecho tal cosa, y jamás la haré". Una tercera se indignó: "¡Viejo desgraciado! ¡Vaya a pedir eso en otra parte!". La madama, intrigada, les preguntó a sus pupilas: "¿Qué quería ese hombre?". A coro respondieron las tres: "¡Que le fiáramos!". El cuento que cierra hoy el telón de esta columna se llama "Dureza". Las personas a quienes ese título les parezca sospechoso deben saltarse en la lectura hasta donde dice "FIN". Tres parejas de casados, setentones tanto ellos como ellas, fueron a acampar en el bosque a la orilla de un lago de cristal. (Nota de la redacción. El símil empleado por nuestro amable colaborador no es precisamente inédito, pero se puede admitir por lo generalizado). Al llegar se dieron cuenta de que habían llevado solamente dos tiendas de campaña, de modo que acordaron que las tres esposas dormirían en una y los tres maridos en la otra. En horas de la madrugada despertó uno de los señores y dio trazas de querer ponerse en pie. "¿Qué haces?" -le preguntó otro. Respondió el que iba a levantarse: "Estoy sintiendo una dureza que hacía mucho tiempo no sentía. Voy a buscar a mi mujer". Le dijo el otro: "Tendré que acompañarte". "¿Por qué?" -se amoscó el hombre. Le explicó su compañero: "La dureza que estás sintiendo es mía". (No le entendí). FIN

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