El viajero ha ido por el mundo.
Ahora, entre las cuatro paredes de su casa, recorre el interior de sí mismo. En ese territorio raras veces explorado encuentra paisajes florecidos y cielos con nubarrones de tormenta. Le salen al paso memorias felices y otras de tristeza. Evoca muchas horas de alegría y no pocas de sufrimiento y amargura. Con esos materiales está hecha la vida, y el viajero la ha vivido intensamente, igual en la lágrima que en la sonrisa.
A tantos sitios ha llegado que no le asombra llegar ahora a donde está él mismo. El panorama que hoy le maravilla es su casa. En cada objeto que ve se mira. En cada libro vuelve a hallarse. Cada cosa le dice algo; cada habitación es un continente.
Extraña el viajero, sí, al amigo. Siente nostalgia del bullicio de la calle; de la vianda en la mesa compartida; del vino y la canción. Quisiera regresar a la rutina cotidiana, tan ignorada cuando se tiene, tan añorada cuando se ha perdido.
Pero algo aprendió el viajero en sus andares: aprendió que lo mejor del viaje es el regreso.
Todo es cuestión de saber esperar. Todo es cuestión de tener esperanza.
¡Hasta mañana!...