Columnas Social

El derecho a la neurosis

Angélica López Gándara

"Ellos podrían morir en estos días", pienso. Son casi las diez de la noche. Camino hacia la farmacia que se encuentra a cuatro cuadras de donde vivo. Voy por la avenida Álvaro Obregón de la colonia Roma. En este ambiente sombrío, pocos andan por aquí. Los restaurantes cierran casi sin hacer ruido. En el camellón me topo con dos indigentes que buscan una banca para transfigurarla en cama. Acomodan sus harapos. Tendrán sueños fétidos que no olerán. Mi nariz sí. Uno de los malolientes se acerca y me gruñe. Me veo en su mirada y me estremezco. ¡No! Le grito y me alejo rápido de él. A mis espaldas oigo su risa sardónica. Parece un sueño, siento mis piernas pesadas. "Los pordioseros podrían morir por COVID-19 en la ciudad de México", pienso. Los he visto cómo sacan comida de la basura o recibiendo el alimento sobrante de los comensales de los restaurantes de por aquí. No habrá más de eso. No habrá ninguna medida preventiva para ellos. No. Ni un quédate en casa, ni un lávate las manos. Sigo mi camino. Salí porque hasta este momento me di cuenta de que faltaban: paracetamol y algunos víveres. Mi hija Carolina y yo teníamos encerradas ya una semana porque ella se sentía mal: estornudos, cefalea, tos, escalofríos y malestar general ¿Cómo sé que la enfermedad de Caro no es del coronavirus? No lo sé. Compro lo necesario. Regreso con taquicardia.

Por si acaso, vigilo a mi hija; le ausculto los pulmones, el corazón; le tomo la temperatura, la presión, el pulso… Le hago limonadas. Me lavo todo el tiempo las manos. Me vuelvo loca. Me sofoco, sudo. Comienzo a limpiar el mandado con desinfectante. Me pongo triste, me desespero. Siento que no soy yo y creo que me va a dar un ataque al corazón. De golpe, la neurosis invade mi cuerpo. Estoy en fase uno, en la fase depresiva. Ejerzo plenamente mi derecho a la neurosis, igual que el 95 % de la población que en un momento de su vida la padecen. Envió un mensaje al 51515 (línea de apoyo para COVID-19) y respondo la encuesta. Una media hora después, me llama un joven por teléfono, le cuento mis temores. He comenzado a tener dolor de cabeza, ardor de garganta y soy asmática, le digo y titubea, pero es amable y toma mis datos y los de mi hija diciendo: "Lo más seguro es que tienen gripe estacional. De cualquier modo, sólo tienen que seguir aisladas con las medidas que han tomado". Yo quería que se registran mis síntomas. Enseguida consulto el calculador de riesgos que me enviaron por WhatsApp y éste anuncia que tengo un 96% de sobrevivir al COVID-19, respiro casi con tranquilidad.

Vivo los días despersonalizados, no distingo un día de otro. Es igual un terco lunes que el alegre jueves o que el sábado desvelado. En el encierro, me asomo al mundo a través de las redes sociales y veo que a algunos la idea del desastre, en México, les resulta fascinante; parece que retan a la muerte. La energía de la fatalidad penetra en cada lugar como un hechizo que relaja a los inconscientes. Y se hacen chistes sobre el coronavirus; los mexicanos viajan, besan y abrazan. Mexicanos arrogantes, ¡chingones! "Si me han de matar mañana que me maten de una vez", Valentina. El virus es casi un hecho paranormal. ¿Qué mata más un AK-47 o el COVID-19? El rifle, pues nos tiene muy acostumbrados a la sangre. ¿El COVID-19 será la causa de que las muertes violentas disminuyan? ¿Esta infección viral afectara el mercado del narcotráfico? No lo sé, lo cierto es que la pandemia pasará y los muertos por narcotráfico volverán a ser noticia. Quizá el virus dé un pequeño respiro a la violencia. Quizá.

Paseo por mi reclusorio al norte de la Roma. Hago pase de lista y toco la puerta de la recámara de mi hija. No contesta. No ha huido, no ha hecho un túnel, duerme. Regreso a escribir y me aventuro a contar los diez pasos que hay desde mi escritorio a la sala. Paso a la fase dos, es decir, a la fase maníaca de mi neurosis. Qué alegría. Qué universo tan extraordinario se ha vuelto este pequeño departamento. Mis libros, mi computadora y las palabras infectadas por la pandemia. Cuando termine el riesgo de contagio, renaceré a la vida como si fuera un primer día de enero. Entonces, continuaré el largo viaje hacía mí conciencia; iré al teatro, al cine, a tomar el sol, a ver los pájaros y a respirar la contaminación como siempre. Espero. Mientras, todo será servicio a domicilio.

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