Al igual que Albert Camus escribió La Peste, libro publicado en 1947, inspirado en una epidemia ocurrida años atrás en el poblado de Orlán en la antigua colonia francesa de Argelia, en el norte de África, la actual pandemia que azota a nuestra aldea global nos ofrece la oportunidad de analizar el fenómeno desde un punto de vista antropológico, a la luz de la filosofía del absurdo, o con el enfoque que mejor nos parezca, de acuerdo a la visión del universo y de la vida, que tenga cada quién.
Al igual que en la obra en comento, los efectos del coronavirus, ponen a prueba la solidaridad de los seres humanos y la amenaza nos iguala, con independencia de raza, nacionalidad, credo religioso o clase social. El evento nos pone en el vórtice de una turbulencia que trastorna nuestra forma de vida; la reclusión transitoria permite a los creyentes confirmar que la vida es un milagro de Dios que se confirma día a día y a todos, creyentes y no creyentes, nos da la oportunidad de fortalecer los lazos que nos unen a la familia, a nuestros compañeros de trabajo o estudio, amigos, simples conocidos y enemigos declarados o bajo sospecha.
Somos dados a reír de lo que no entendemos; solemos pensar que esa tendencia es exclusiva de los mexicanos, pero la experiencia actual que en forma de humor negro estalla en las redes sociales y en las limitadas tertulias que permite el encierro, demuestra que la burla es compartida por la generalidad de los seres humanos, aunque pasado el momento que relaja el ánimo, el instinto de conservación se impone y nos lleva a tomar las cosas en serio.
Una vez puestos en la reflexión, la primera tentación es la de sucumbir a las teorías conspiratorias, que nos hacen pensar en la probabilidad de que el virus amenazante fue producido en un laboratorio militar, para fines de dominación o al menos de control demográfico sobre todo entre los más viejos, para reducir el alto costo de las pensiones de retiro. Una sospecha de alcances geopolíticos, nos hace pensar que la crisis de salud es una segunda etapa de la confrontación entre China y los Estados Unidos, que comenzó en 2018 como guerra comercial.
Estas formas de apreciación no son meramente superficiales, tienen raíces profundas en la paradoja de lo humano, que en los misterios del mal, de la enfermedad, del sufrimiento y de la muerte, ofrecen caldo de cultivo a distintas formas de pensar y de encarar la vida, que van desde la más antigua que conocemos relatada en el Libro del Génesis.
Por otra parte, el pensamiento que descarte a la naturaleza como protagonista determinante en nuestra vida es hijo de la soberbia, porque revela nuestra resistencia a reconocer que el avance de la peste y la falta de solución al problema, indica que con todo y lo sorprendente de los adelantos de la ciencia y de la técnica, seguimos supeditados a un orden universal, seguimos siendo humanos, seguimos siendo vulnerables.
Acto seguido dirigimos nuestros ojos hacia el Estado, el monstruo que nos ofrece bienestar por decreto, inscrito en textos legales que con suficiencia tan trágica como risible, consagra el derecho de los ciudadanos a la vivienda digna, a la alimentación nutritiva, y en el colmo del orgullo delirante, pretende que la salud es un derecho exigible frente al poder público.
La realidad es que la posibilidad de satisfacer todas estas necesidades primarias del gobernado, no depende de la inclusión de buenas intenciones en manifiestos políticos ni en preceptos constitucionales. Depende de la solidaridad fraterna entre los seres humanos, y de un balance de recursos disponibles, que tiene como único origen, el trabajo, el ahorro, y la inversión productiva que nos lleve al aprovechamiento racional, compartido y sustentable de los recursos naturales. No hay de otra.
