Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

"Vendo huevos". Eso le dijo a Babalucas un campesino que llevaba su canasta al brazo. Replicó el tontiloco, desdeñoso: "¡Bonito me iba a ver yo vendado de esa parte!". Cierto individuo acudió a la consulta del doctor Duerf , célebre psiquiatra. Le contó lleno de angustia: "Todas las noches sueño a mis ancestros. Sentado cada uno sobre un poste de la cerca que rodea mi casa me dirigen miradas de reproche por haberme apartado de las tradiciones familiares. Eso me hace sentir culpable. Cuando despierto estoy bañado en sudor frío, lo cual es muy incómodo, sobre todo en invierno. ¿Qué hago, doctor, para librarme de esa espantosa pesadilla?". Le sugirió el analista: "Sáqueles punta a los postes". Himenia Camafría, madura señorita soltera, tenía un gato, según acostumbraban en aquel tiempo las célibes añosas. Le había puesto nombre al micifuz: Quiri, y en él volcaba todas sus ternuras. El micho se dejaba querer. Sólo de vez en cuando le regalaba un ronroneo a su ama, que se sentía entonces en la cumbre de la felicidad. Fuera de eso el gato hacía sufrir intensamente a la señorita Himenia, pues todas las noches se iba a las azoteas a hacer lo que los gatos y las gatas hacen en las azoteas. La ausencia del tal Quiri duraba en ocasiones varios días, lo cual acrecentaba la ansiedad de la solitaria célibe, y más porque a su regreso el morrongo se veía estragado y con el cuerpo lleno de lacerias por los combates que reñía con otros gatos para lograr el favor de las zahareñas hembras. Compartió Himenia su tribulación con la vecina, y ésta le dijo que conocía a un capador de gatos que por unos cuantos pesos le "arreglaría" al suyo. En efecto, vino al hombre y, aunque el Quiri opuso una feroz resistencia a la intervención, en menos tiempo del que tarda en persignarse un cura loco el experto quirurgo dejó al infeliz micho sin el doble atributo que antes lo había hecho rey del barrio. Pasaron unos días, y otro gato del vecindario le preguntó al Quiri: "Después de la desgracia que te aconteció ¿has dejado de ir a las azoteas?". "Todavía las frecuento -respondió el minino-, pero ahora voy solamente de asesor"... En el velorio de su difunto esposo la inconsolable viuda clamaba con lastimero acento: "¡Ay, Lupercio! ¡Qué hueco tan enorme dejas!". Una comadre de la mujer se inclinó hacia ella y le sugirió en voz baja: "Comadrita: no permita usted que el dolor de su pérdida la lleve a revelar intimidades". Doña Macalota le pidió a su esposo don Chinguetas: "Ve a traer el pan de la merienda". La panadería estaba a la vuelta de la esquina, de modo que la señora se extrañó bastante cuando su marido tardó en regresar. Como pasó más de media hora sin que volviera salió a buscarlo. Alguien le dijo que lo había visto entrar en el Hotel Hucho en compañía de una mujer cuyo oficio se adivinaba a primera vista y se confirmaba a segunda. Doña Macalota no se anda con medias tintas cuando se trata de reprimir las calaveradas de su cónyuge. Fue al susodicho hotel, le pidió al asustado recepcionista que le dijera en qué habitación estaba el señor y le exigió que le entregara la llave maestra. Con paso militar -hagan ustedes de cuenta George S. Patton- se dirigió al cuarto que le indicó el empleado (era el 210) e irrumpió violentamente en la habitación sin siquiera tomarse la molestia de llamar. En efecto, ahí estaba su marido en trance de coición con la pindonga. "¡Chinguetas! -le gritó doña Macalota en paroxismo fúrico-. ¿Cómo explicas esto?". Volvió la vista el casquivano señor -se hallaba en la tradicional y clásica posición del misionero- y respondió con toda calma: "Ya se había acabado el pan". FIN.

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