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Terca realidad

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LUIS F. SALAZAR WOOLFOLK

El asesinato de Fátima en la Ciudad de México conmociona al país entero, tanto por la gravedad del hecho en sí mismo, como por la vulnerabilidad generalizada que revela el acontecimiento, en medio de una constante espiral de violencia de distintas clases, que no parece tener remedio.

El deterioro social y la falta de consenso político que subyacen en el fondo de la tragedia se ponen de manifiesto, en el hecho de que ni siquiera nos ponemos de acuerdo respecto al nombre con el que debemos denominar al delito. Se trata de que una niña de siete años, cuya vida fue cegada por medio de un acto de violencia criminal a la que de modo lamentable nos estamos acostumbrando.

La doctrina jurídica penal define el homicidio, como el delito que comete el que priva de la vida a otro ser humano. Sin embargo la violencia en contra de las mujeres, que en virtud de su incidencia creciente las ha convertido en un sector especialmente vulnerable, ha generado una justa reacción que nos interpela a todos. La necesidad de brindar una atención específica a esta clase de víctimas, llevó a la formulación de un tipo penal aparte denominado feminicidio, cuya causa se ha visto empañada en los tribunales por la dificultad de probar en juicio las intenciones específicas del móvil en cada caso, y en la vida social, debido a la explotación lucrativa del tema político por parte de grupos radicales.

El equívoco se puede solucionar con el tratamiento del feminicidio como una forma de homicidio agravado, cuando concurran las circunstancias específicas en las que la víctima sea una mujer y la agresión responda a motivos de género. La definición técnica de tal figura delictiva, que garantice una redacción clara que contribuya a que en cada caso se haga justicia e impida que los culpables salgan libres, corresponde a los legisladores.

Pero Fátima no es una mujer que haya sido agredida por causa de su género por un amante controlador o el marido celoso. La crónica periodística la describe como una niña simpática de siete años que iba y venía libremente por el barrio, acompañada de sus perros. La mejor de sus virtudes que se concreta en el trato amable y abierto con los vecinos y toda clase de personas, se convirtió en su peor debilidad, porque al fin y al cabo la puso en manos de su verdugo.

El perfil de la víctima en este caso requiere otro trato también especial, tanto para efectos de prevención del delito como para su persecución y castigo, por tratarse de lo que en rigor estricto es un infanticidio y amerita ser tratado como otra forma de homicidio agravado. Fátima no gozó en vida, de los cuidados suficientes que exigen que los adultos sean verdaderos ángeles de la guarda de los menores, es una pena dejarlos a merced de los depredadores que acechan por doquier, al amparo de la impunidad generalizada que nos ahoga en sangre.

La tragedia interpela al presidente López Obrador, y lo saca al menos por el momento de su imperturbable agenda de comunicación, para ubicarlo en una realidad que se impone de modo dramático y contundente, sobre los temas relativos a la rifa del avión presidencial, la tamalada con los empresarios, etcétera. Todo queda cuestionado: El protocolo relativo al cuidado de los niños en las escuelas públicas, el desempeño del gobierno de la Ciudad de México, hasta la salud mental de la madre de la niña.

De nada sirve echar la culpa al liberalismo ni al pasado remoto o reciente; este suceso criminal y los que ocurren en el día a día en nuestro país, exigen una transformación profunda de cada ciudadano en lo personal, y un mejoramiento institucional que no llega, y ni siquiera se avizora en el horizonte.

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