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ARDE LATINOAMÉRICA

ARTURO MACÍAS PEDROZA

Las convulsiones nacionales nos pueden hacer perder de vista la perspectiva de la solidaridad latinoamericana que es una prioridad ineludible y urgente.

Pero la situación actual de América Latina está entrando en un vaivén de alternancias que impiden un auténtico progreso económico, social y político. Estallidos sociales, y protestas populares en Haití, Puerto Rico, Nicaragua, Colombia, Ecuador, Venezuela, Bolivia y Chile. Pocas respuestas razonables y convincentes se advierten en el debate político e intelectual. No obstante la complejidad de la realidad es necesario discernir los "signos de los tiempos" para buscar entender esta gran confusión.

Situándonos en el contexto del cambio de época mundial, nos encontramos con el derrumbe del socialismo que dejó anacrónicas narraciones y contraposiciones ideológicas, y sus polarizaciones políticas, aunque sobrevivan por inercia como un pálido vagabundo en la historia. El "nuevo orden internacional" proclamado por el neocapitalismo, ha sido teatro de una "tercera guerra mundial a fragmentos", del terrorismo y el incremento de la violencia por doquier, de enormes concentraciones de riqueza, de la profundización de la brecha de inicuas desigualdades sociales. El cambio de época trajo también la difusión de la sociedad del consumo y del espectáculo relativo e individualista, aceleración de intercambios de información, de dinero, de publicidad, de entretenimiento, de drogas y de armas, cambiando todos los modos de vivir, pensar y operar.

En ninguno otro lugar fuera de América Latina, hay tantos factores de unidad, aunque difíciles de generalizar por la desigualdad de fondo que hay que saber aterrizar en las diversas realidades. Una cosa es lo que está sucediendo en Bolivia y otra cosa muy diferente sucede en Chile, son tan diferentes los acontecimientos en Brasil y México, Venezuela y Colombia. Pero además de las desigualdades económicas están las sociales. La violencia es respuesta a la carga de muchos sufrimientos y sacrificios soportados, de muchas humillaciones sufridas y de horizontes de esperanza que parecen bloqueados.

Se agrega, además, que las grandes instituciones públicas de los países latinoamericanos han ido perdiendo credibilidad. La presencia capilar de la corrupción del narcotráfico a todos los niveles, con autoridades del Estado que se muestran a veces complicas, otras veces ausentes o impotentes en territorios en los que siguen dándose muy frecuentes asesinatos de defensores y líderes sociales y la persistencia de grupos guerrilleros. La falta de credibilidad en autoridades de gobierno y elites de grandes riquezas fue lo que provocó una arrolladora victoria electoral de López Obrador en las elecciones presidenciales mexicanas y que, no obstante las dificultades que encuentra para definir más precisamente su camino de gobierno y reformas, aún su consenso supere más del 60% de la población.

Hoy día, la Democracia Cristiana necesita una revisión y reactualización radicales. Y esto sería muy importante, porque lo de "Democracia" y "Cristiana" sigue siendo una combinación política óptima para América Latina, llámese como se llamen los partidos que la encarnan. En general, las izquierdas tradicionales no han sabido imaginar nuevos caminos, utopías y místicas para esa transformación en las condiciones económicas, tecnológicas y sociales de nuestro tiempo. Se han convertido en los protagonistas propagadores de discursos sobre la liberalización del aborto, los matrimonios homosexuales, el alquiler de los vientres femeninos, la facilonería para el divorcio, la ideología del género, etc. considerando todo ello como signos de "progreso" . La lucha por la dignidad de los pueblos indígenas, se ha reducido a menudo a un indigenismo ideológico, de pura denuncia, sin repensar y alentar grandes proyectos de realización efectiva de esa dignidad. La idolatría del poder y su ejercicio centralista y verticalista ha alejado las izquierdas políticas de necesidades y emergencias de la llamada "sociedad civil" y las ha mezclado, en no pocos países, en frecuentes situaciones de corrupción. No han sabido dar respuestas serias a las situaciones de inseguridad que se sufre sobre todo a niveles ciudadanos ni a la emergencia educativa que es prioridad capital para un auténtico desarrollo de nuestros pueblos. No es de extrañar, pues, que mucha gente reaccione emotivamente, casi instintivamente, a veces con exuberancia irracional, dejándose guiar por el miedo y la rabia, y se aferre a las presuntas seguridades de nacionalismos estrechos, a las imágenes de los hombres (y mujeres) "fuertes", a políticas autoritarias de orden y control social, a promesas ilusorias de regeneración social.

México juega también su destino en su capacidad de seria y firme negociación con el gigante del Norte, en la conquista de su enorme mercado, en el crecimiento educativo, social y económico de los hispanos en los Estados Unidos. Depende de los Estados Unidos en su moneda, sus comercios, sus circuitos de producción integrada, su turismo, sus migraciones, los intercambios entre drogas y armas, pero sus raíces son tan profundas que ha sabido mantener su propia identidad nacional y cultural en las más diversas manifestaciones de vida de su pueblo.

Es grave responsabilidad de los gobernante el favorecer el proceso de integración de unos pueblos a quienes la misma geografía, la fe cristiana, la lengua y la cultura han unido definitivamente en el camino de la historia. No hay otro camino que la integración para ampliar los mercados y concertar una economía de escala que favorezca la industrialización, especialización, innovación tecnológica, los "tradings" productivos y un crecimiento auto-sostenido.

Con contraposiciones radicales y maniqueísmos exasperados entre enemigos - más que adversarios políticos - es muy difícil que se emprendan políticas dirigidas efectivamente al bien común, sino que se erosionen las democracias. Las más diversas instituciones políticas, educativas, culturales, económicas, sociales y religiosas tienen que ser protagonistas de diálogos nacionales, que serán tanto más sólidos y fecundos cuando impliquen a los más diversos niveles de la sociedad civil. Incluso más: nuestros países necesitan grandes objetivos y políticas de Estado que, en lo fundamental, no estén dependiendo de los intereses políticos y económicos que se mueven en la alternancia de gobiernos. En esto la Iglesia está llamada a jugar un papel educador y promotor de una auténtica reconciliación y democratización.

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