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Insultos cuatroteístas

CARLOS M. URZÚA

Ni qué decirlo, el mayor insulto que los cuatroteístas pueden proferir a quienes no comulgan con su doctrina es que los impíos son "neoliberales". Para ellos, esa palabra no es solamente mucho más insultante que una mentada a las mamacitas de los descreídos, sino que, además, se explica sola.

Pero dicha palabra no se explica en absoluto por sí misma. Como hemos comentado con anterioridad en esta columna, actualmente la gran mayoría de las economías del mundo son neoliberales en el sentido lato del término. La economía mexicana lo es en particular, y tanto así que de hecho sobresale entre esa mayoría. En efecto, en pocos países se han adoptado tantas políticas que previenen, algunas veces para bien y otras para mal, la intervención pública de los mercados. Esto no fue solamente la norma en el caso de nuestros gobiernos anteriores, sino también lo es en la actual administración. Menciono a continuación diez ejemplos.

Primero, un buen número de tratados de libre comercio, destacando en particular el TLCAN, a convertirse pronto en el T-MEC, con Estados Unidos y Canadá. Segundo, una insuficiente recaudación tributaria de acuerdo con estándares internacionales. Tercero, la independencia del Banco de México como organismo autónomo y ejecutor de la política monetaria. Cuarto, un mínimo gasto en infraestructura pública. Quinto, la libre flotación del peso. Sexto, una escasa regulación económica de sectores con poder de mercado. Séptimo, sistemas públicos de pensiones actuarialmente inviables. Octavo, el libre flujo de inversiones extranjeras de corto y largo plazo. Noveno, un nulo respaldo a la economía social. Y décimo, una marcada preferencia por el desarrollo de la energía fósil.

Por todo lo anterior, me parece, el gobierno actual no solo destacaría como eminentemente neoliberal, sino que podría competir al tú por tú hasta con el gobierno de Donald Trump.

Un poco más interesante es otra palabrota que emplean también los cuatroteístas para tratar de descalificar a los que no comulgan con ellos. Los impíos, señalan con sus dedos flamígeros, son unos "tecnócratas". Pero, ¿qué significa esa palabra? Bueno, para empezar, cuando el conde de Saint-Simon acuñó en 1814 el término "tecnocracia" no se refería en absoluto a los políticos y a los científicos sociales que pululaban ya desde entonces en Francia y otros países, sino más bien a científicos experimentales que pudieran planificar de manera adecuada las actividades políticas y económicas de una nación. "Todas las ciencias, no importa de la rama que sean, no son más que una serie de problemas que solucionar", escribió.

Aun cuando en América Latina se ha dado en identificar a los tecnócratas con los defensores a ultranza del libre mercado, en lo que Saint-Simon más bien creía era en gobiernos centralizados que fueran dirigidos no por la mano invisible del mercado, sino por mecanismos diseñados por los que hoy llamaríamos ingenieros de sistemas. "El método de las ciencias experimentales no ha sido aplicado a las cuestiones políticas; cada uno ha contribuido con sus propias formas de ver, de razonar, de evaluar, y la consecuencia es que todavía no hay exactitud de soluciones ni generalidad de resultados", escribió el conde.

Muchos años después, a mediados del siglo pasado, esa visión fue puesta al día por investigadores de la talla del estadounidense Norbert Wiener, el padre de la cibernética, y el mexicano Arturo Rosenblueth. Ellos afirmaban que los sistemas reguladores que les permiten sobrevivir a los organismos vivos deberían ser copiados para la construcción de sistemas electrónicos y mecánicos óptimos.

El británico Stafford Beer fue más allá y propuso que toda organización, tanto administrativa como política, debería también seguir ese principio cibernético. Una buena anécdota al respecto es que Beer asesoró al gobierno chileno a principios de los setenta, y que para su trabajo le proveyeron una sala con computadoras ultramodernas. Sobra añadir que la capacidad analógica de esas máquinas sería hoy menor a la de un celular.

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Escrito en: Editorial Carlos M. Urzúa

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