El 1 de junio de 2012, durante su intervención ante seguidores, el actual presidente de Estados Unidos afirmó que, si alguien quisiera resultar electo presidente y la única manera de lograrlo fuera provocando una guerra con Irán, lo iba a hacer, aunque eso no fuera bueno para su país, puesto que políticamente sí sería útil, todo en clara alusión al presidente de ese momento en busca de la reelección, Barack Obama. Un año antes, en su cuenta de Twitter escribió que el entonces presidente iniciaría esa guerra a fin de ganar la reelección. Paradójicamente Obama no inició una guerra con Irán y quien sí está provocando el conflicto armado es el orador de 2012, precisamente en un contexto políticamente adverso para él.
Traigo a colación el tema no solo por lo lamentable de la situación que se cierne sobre el medio oriente y las consecuencias que pudiera acarrear al planeta, sino para subrayar la consideración de fondo que el propio presidente actual esgrimió, bajo una proyección psicológica épica, como razón para tomar una decisión de guerra: la ganancia política personal, aunque para nadie más sea bueno.
Esta manía del poder unipersonal para decretar lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso, a partir de los intereses políticos personales, es reflejada también en la miniserie premiada como la mejor del 2019 en la ceremonia de los Golden Globes del domingo pasado. Se trata de Chernobyl, que en cinco capítulos narra las horas previas a la explosión en el reactor nuclear y los trabajos de limpieza posteriores en un entorno azotado por la radiación. Un grupo de científicos asignados a la gestión de esa limpieza deben enfrentar, además, el embate de la verdad oficial acerca de lo ocurrido. Si establecer la estrategia y dirigir las operaciones de limpieza era un desafío mortal, luchar contra el poder centralizado de la entonces URSS y su versión de los hechos no lo fue menos.
En el caso de Chernobyl, se plantea cómo la mentira en un estado totalitario puede establecerse como verdad oficial si así conviene a los intereses políticos. Es precisamente la ciencia, el pensamiento y la decencia de un puñado de científicos la que hace tambalear la tentación totalitaria. Sin embargo, pese a la contundencia de las razones, el poder totalitario silencia a la disidencia.
No obstante las diferencias que pudieran existir entre un estado que controlaba toda voz y otro en que la libertad ha sido históricamente su sino, uno y otro caso tienen en común que el interés político dictatorial tiene en la mentira, disfrazada de verdad oficial, su mecanismo de defensa en circunstancias adversas. Y es muy mala noticia que tejida así la versión del poder tenga miles de seguidores, defensores y paladines. Solo con el paso del tiempo, cuando el daño está hecho, la única razón valedera para desmentir la verdad oficial en los regímenes de tufo dictatorial es la realidad de las víctimas.
Pero la otra cara de la moneda debe ser destacada y más ante el peligro que representa una mentira sostenida desde el poder político. Considero que la decencia ilustrada es la conducta que mejor puede encauzar todo pensamiento razonable para hacer frente a la mentira política.
El año recién estrenado presentará retos importantes a un mundo tan quebrado como el que vivimos. Por eso la decencia ilustrada, que en el caso de Chernobyl representan el hombre de estado Boris Shcherbina y el científico Valery Legásov, ha de ser una conducta tan necesaria como, seguramente, atacada en esta época donde lo fake digitalizado es una industria ideológica poderosísima avalada y soliviantada desde las cumbres autoritarias.
Antes de que el poder se encuentre con la obligación de aceptar que la tragedia es mayor que su mentira oficializada, la decencia ilustrada deberá ofrecer y difundir conocimiento, razones y argumentos para evitar que las tentaciones autoritarias impongan su reduccionismo en contra de la evidencia y el sentido común. No será fácil y no será pronto.
