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Destinos esposados

JESÚS SILVA-HERZOG

Ninguna decisión ha marcado al México contemporáneo como la declaratoria de aquella guerra. No fue, como se nos presentó entonces, una "guerra de necesidad." Fue una guerra de elección. A ciegas, Felipe Calderón optó por la guerra. Nadie niega el desafío que se presentaba entonces. Nadie puede negar que el efecto de la intervención gubernamental fue empeorar las cosas. Los grupos criminales se multiplicaron, se propagaron las zonas de violencia. Más crimen, más violencia, más sangre, más corrupción, más miedo. No digo que el presidente sea culpable de las atrocidades. Sostengo que debe considerársele responsable de su expansión. A él y a su política se debe, en buena medida, nuestro descenso a la barbarie. El presidente carecía de un diagnóstico y de una estrategia. Se vistió de olivo, pero no sabía quién era el enemigo, ni cuáles eran los recursos con que contaba. Confió en que su arrojo era una justificación moral suficiente. Era un alarde de bravura, no la resolución serena de un hombre de Estado. Si no hubiera tenido más que piedras y palos, con eso habría luchado contra los criminales, dijo en una confrontación memorable. El presidente Calderón olvidaba entonces lo que había desatendido desde el principio: al hombre de poder ha de evaluarse por lo que provoca, no por lo que desea. Por la consecuencia de sus actos y de sus omisiones, no por la entereza de su determinación.

La captura en Estados Unidos del cerebro de esa política nos ayuda a recordar el origen de una tragedia que sigue enlutándonos. Nos permite aquilatar una dimensión particularmente perversa de ese periodo: su teatralidad. La guerra contra el narcotráfico fue, en efecto, una guerra para la televisión. Una guerra para ser representada antes que para ser ganada. Una cacería de trofeos para la exhibición. Jorge Volpi lo registró admirablemente en Una novela criminal. El caso de Florence Cassez que el novelista aborda detenidamente es el episodio más visible del abuso y de la irracionalidad que caracterizaron esa ruinosa política. Genero García Luna, el ingeniero que se convertiría en la joya policiaca del panismo, sentía tanto desprecio por la ley como fascinación por las cámaras. "Ellos saben que el bien vence al mal", era la frase con la que Televisa promovía la telenovela que servía de propaganda gubernamental. Un melodrama que pintaba a García Luna y a los suyos como héroes entregados a la causa del orden.

Al preferido de Fox y Calderón le tenía sin cuidado ese detalle del debido proceso. Lo importante era salir a cuadro. El montaje televisivo de la captura de Florence Cassez es, quizá, la más grotesca escenificación de esa política: la ley entregada a la lógica del espectáculo. Su carácter novelesco proviene de su inverosimilitud: una captura ilegal, tortura a los presos y luego... el montaje de una escena que sería trasmitida en vivo por televisión, respetando, por supuesto, el sagrado espacio de los deportes. Fue al productor de tal aberración a quien Felipe Calderón invitó para dirigir la política crucial de su gobierno. Ya había confesado su participación en esa farsa y el panista lo incorporó a su gabinete. En él confió siempre y por él estuvo dispuesto a pagar altísimos costos políticos y diplomáticos, ignorando las muchas pistas y denuncias de sus abusos. No solamente lo protegió: se le entregó políticamente. No es por eso injusto ligar el la suerte de Calderón con la de García Luna. Destinos esposados.

La fiscalía de Nueva York acusa a quien fuera Secretario de Seguridad Pública de haber estado en la nómina de los criminales. Habrá que escuchar, por supuesto, su defensa y estar atentos a las bases de la acusación. De lo que no parece haber controversia es de la fortuna que formó mientras era servidor público. Tan grave sería la ignorancia del último presidente panista como su conocimiento de las transferencias que hicieron multimillonario al policía. En un país con la mínima salud cívica, las andanzas del secretario preso serían razón suficiente para sepultar de manera definitiva las ambiciones de Felipe Calderón, quien hoy encabeza la segunda apuesta del personalismo. Lamentablemente, en estos tiempos desquiciados, todo es posible. Y ante el vacío de las oposiciones, el caciquismo de derecha que encarna Calderón, respira.

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