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Cuando las instituciones (democráticas) se van al diablo

Urbe y orbe

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Se repite como verdad de Perogrullo que una democracia necesita demócratas para funcionar. Pero así como se repite, muy poco se reflexiona. Más que demócratas, lo que requiere un Estado democrático son instituciones democráticas. La valoración del "ser demócrata" puede caer en una zona de ambigüedades y subjetividades en donde cada quien se asuma como tal por distintas y hasta contrarias razones. Por ejemplo, el militante de un partido político puede considerarse un demócrata por defender el triunfo electoral de su candidato, mientras que el simpatizante del candidato contrario se asume como demócrata por tomar la calle para protestar por lo que considera un fraude electoral. ¿Quién es más demócrata de los dos? La verdad es que poco importa. Es mucho más relevante revisar la legitimidad, conformación y proceder de las instituciones electorales, que el juicio personal que cada actor y sus seguidores tengan sobre sí y sobre el proceso. Siguiendo con el ejemplo, el hecho de que un tercer candidato acepte el triunfo de quien se asume como ganador no es garantía de que la victoria se haya concretado sin trampa, de la misma manera que poco importa que otro candidato se sume al reclamo del impugnador para considerar que la elección fue una farsa. Seguramente todos los participantes en esta trama se autonombran demócratas, pero el punto medular está en las instituciones.

No se trata de un asunto menor. Si revisamos a detalle, gran parte de los conflictos y las crisis que el mundo presenta hoy en distintas latitudes tienen que ver con las instituciones democráticas. Y con democráticas no me refiero sólo a las electorales. Se trata de todo el armazón del Estado. Son demasiados los signos como para considerar que se trata de hechos aislados. Desconfianza ciudadana, protestas multitudinarias, polarización social, desplantes autoritarios, crisis política, desgaste institucional. En mayor o menor medida, varios estados democráticos o semidemocráticos enfrentan momentos cruciales con movimientos y tendencias que aún es aventurado definir su rumbo y que no se pueden circunscribir a un fenómeno unidimensional. Pero hay un hecho cierto: el contexto mundial es el mismo, aunque afecta de formas diferentes a cada estado, según sea su conexión con ese contexto y la posición que juegue en la relación ineludible centro-periferia. Lo que observamos en varios países, incluyendo México, sin ser lo mismo, forma parte de una corriente de ramificaciones distintas y gravedades diferentes dentro de una realidad geopolítica incontrovertible: la crisis hegemónica de Estados Unidos y su modelo de liderazgo, en medio del mayor proceso de globalización de la historia y un creciente cuestionamiento al sistema democrático actual.

Uno de los elementos que aparece en casi todos los casos es la percepción que tiene un grupo de población, más o menos grande, según sea el caso, respecto a la escasa representatividad de sus intereses en las estructuras de gobierno. No es gratuito que la gran mayoría de las expresiones políticas vertidas en redes sociales tenga que ver con la representación, precisamente. "No me representa" o "me representa", es una de las dicotomías básicas de la actual manifestación política en el ciberespacio, aunque en la calle cobra un sentido mucho más profundo y trascendente. El problema con dichas expresiones es que tienen que ver más con filias y fobias hacia una persona o grupo que con una reflexión, aunque sea somera, sobre la constitución de las instituciones en sí, su nivel real de representación y las posibilidades para reformar o sustituir dichas instituciones con otras. Y la reflexión merece toda la atención en un momento en el que se están presentando enormes desafíos a los Estados democráticos o semidemocráticos, ya sea desde abajo o, sobre todo, desde la cúpula del poder. Porque de nada sirve que un ciudadano o gobernante se asuma como defensor de la democracia si eso no se traduce en instituciones democráticas sólidas. Muy al contrario. La visión parcial de poseer la "verdad democrática" que tiene un gobernante o grupo de ciudadanos puede terminar por socavar o suplantar las instituciones sin crear otras nuevas. Asumir que sólo al modo de un "demócrata" o unos cuantos "demócratas" se puede construir una democracia, es pavimentar el camino a la polarización, el desgaste y, a fin de cuentas, el autoritarismo.

Los famosos pesos y contrapesos no tienen sentido sino es dentro de un marco institucional plural, representativo y en constante revisión. Es necesario aceptar que en una democracia no existen estructuras perfectas e inamovibles, sino instituciones perfectibles y en constante evolución. Creer que el triunfo electoral de una persona es suficiente para reconstruir una democracia es tan obtuso como pensar que el derrocamiento de la misma es un triunfo democrático en sí mismo. Ambas situaciones pueden abrir etapas de desequilibrio en donde el vacío dejado por las "viejas instituciones" en repliegue sea llenado con la discrecionalidad de poderes arbitrarios o el caos esquizofrénico que la pelea por el apelativo "pueblo" siempre genera. La democracia, si quiere sobrevivir, debe asumir que cuando las instituciones comienzan a irse al diablo, por cualquiera de las razones expuestas, deben reformarse o crearse nuevas instituciones que superen los vicios y omisiones de las anteriores. Entender también que esas instituciones deben dar cabida al disenso si se espera que de ellas surjan los consensos necesarios para el avance social. Parece que nos encontramos en ese momento, no sólo en México sino en buena parte del mundo, con todos los matices y singularidades que cada caso ofrece. El cambio hegemónico, la concentración de poder y riqueza, la globalización y sus retos, la tecnología y su acelerado avance, nos colocan hoy en un punto crítico que no deberíamos pasar por alto.

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