El siglo XXI ha sido para México una transición a la barbarie. El estrangulamiento de los espacios de convivencia, una renuncia a la comprensión del otro. Y la violencia en el centro. No cualquier violencia. Una violencia horrenda, brutal, casi inconcebible. La crueldad se ha convertido en un espectáculo, en un rito, en un mensaje. Aquí se escribe con cadáveres. Esa es la siniestra caligrafía de nuestro tiempo. Los avisos aparecen en huesos dispersos y en cenizas; en cuerpos colgados, en muertos sin cabeza, en las sombras de los desaparecidos, en las fosas escondidas. La violencia es más que un instrumento. No se trata simplemente de eliminar al otro, se trata de convertir un cuerpo triturado en símbolo de un reino. Más que un rudo medio para lograr un fin, la violencia mexicana de este tiempo impone su locura como lógica. Lo atroz no se subordina a la rentabilidad. Por eso no se avanza mucho si se piensa en la mecánica empresarial de los violentos que utilizan las armas para desarrollar un negocio. La violencia ha dejado de ser un medio para convertirse en la afirmación misma.
Vivimos en el país de la atrocidad cotidiana. Presente todo el tiempo, somos capaces de cerrar los ojos a ella y convertirla en ruido de fondo. Aquel tiroteo, ese hallazgo macabro, la "ejecución" de tal o cual personaje, pasa por nuestra cabeza y se aleja velozmente, como si creyéramos poder ahuyentar la presencia de la barbarie con alguna distracción. Pero, de repente, la atrocidad se hace más visible, más intimidante, más cercana o más escalofriante y no tenemos más remedio que mirarla de frente. En uno de esos asaltos de la barbarie, el poeta David Huerta describió a México como el país de los niños en llamas, el país de las mujeres martirizadas. El país de las fosas:
Mordemos la sombra
Y en la sombra
Aparecen los muertos
Como luces y frutos
Como vasos de sangre
Como piedras de abismo
Como ramas y frondas
De dulces vísceras
Los muertos tienen manos
Empapadas de angustia
Y gestos inclinados
En el sudario del viento
Los muertos llevan consigo
Un dolor insaciable
Esto es el país de las fosas
Señoras y señores
Este es el país de los aullidos
Este es el país de los niños en llamas
Este es el país de las mujeres martirizadas
Este es el país que ayer apenas existía
Y ahora no se sabe dónde quedó
El lamento se duele por la extinción de un país. La nación, si es el lugar de convivencia, ha de registrarse como una más de las víctimas de desaparición.
Imposible nombrar lo inconcebible. ¿Hay palabras para describir a quien acribilla niños? ¿Cómo nombrar el fuego sobre los más indefensos? En Dolerse. Textos desde un país herido, un ensayo crucial de nuestro tiempo, Cristina Rivera Garza recupera la noción del "horrorismo" que emplea la feminista italiana Adriana Cavarero para describir los extremos de la violencia contemporánea. El horror va más allá del miedo. No es advertencia que alerta sino estupor que engarrota. "Más que vulnerables -una condición que compartimos todos como parte de la condición humana- desarmados. Más que frágiles, inermes". Eso es lo que los mexicanos de este siglo hemos sido obligados a ver. Uno de los "espectáculos más escalofriantes del horrorismo contemporáneo". Un horror, advierte Rivera Garza, que nos recuerda las atrocidades de Armenia, Auschwitz o Kosovo. Tiene razón y no podemos dejar de preguntarnos si en este horror no se asoma nuestro holocausto.