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México, entre Trump y el narco

Urbe y orbe

ARTURO GONZÁLEZ

La dureza que Estados Unidos muestra contra la migración humana de sur a norte contrasta con la permisividad en el tráfico de armas de norte a sur y el flujo de capitales ilegales y drogas de sur a norte. No debe perderse de vista esta contradicción a la hora de analizar la difícil relación entre Estados Unidos y México, mucho menos ahora que se ha colocado nuevamente en un punto álgido tras el operativo fallido de Culiacán y la masacre de una familia estadounidense en Sonora. Y esta realidad tendría que estar siempre presente en la política exterior de México, aunque para ello tendría que haber primero una política exterior fuerte y clara. Lamentablemente, no la hay, porque los últimos Gobiernos de la república no se han esforzado en construirla y porque el Gobierno actual ha renunciado a situar la política exterior como una de sus prioridades.

Es una verdad de Perogrullo la alta dependencia que tiene México en términos económicos y políticos para con Estados Unidos. Pero con todo y lo evidente y hasta obvio que esto es, se tiende a soslayar un hecho irrefutable: lo que ocurre en la Casa Blanca y el Capitolio tiene mucho más impacto que lo que ocurre en Palacio Nacional y el Congreso de la Unión. Esta situación de vulnerabilidad derriba la postura oficial actual de que "la mejor política exterior es la política interior". Además, cualquier internacionalista sabe que este axioma puede ser válido únicamente para potencias centrales, no para países periféricos. Porque entre más susceptible es un estado nacional a las decisiones que se toman en las capitales de las potencias hegemónicas, más necesita echar mano de estrategias diplomáticas que le ayuden a compensar la desigualdad en la que se encuentra frente a los hegemones.

Dichas estrategias diplomáticas pasan por cabildear activamente en los centros de poder de las potencias, conectar con la población de la diáspora (migrantes) y fortalecer el poder blando haciendo partícipe al país de la discusión global de los grandes temas del mundo y de aquellos que pueden contribuir a su agenda interior. Por ejemplo, en aras de disminuir la capacidad económica y el poder de fuego de los cárteles de la droga, México debería ser uno de los principales impulsores de una estrategia de control en la venta y tráfico de armas en el mundo, así como del endurecimiento de las políticas fiscales internacionales para frenar el lavado de dinero y el financiamiento del crimen organizado y el terrorismo. Porque, hay que decirlo, ambos se benefician de las medidas flexibles en la venta de armas y de un sistema financiero mundial laxo que privilegia el flujo de capital, sea legal o ilegal, por encima de la seguridad y la equidad.

Con Donald Trump en la presidencia de Estados Unidos, la relación bilateral México-Washington se ha vuelto más tortuosa para nuestro país, pero mucho más utilitaria para la potencia americana. La debilidad de la política exterior mexicana y la necesidad político electoral del nacionalismo estadounidense de construir un "enemigo externo", han permitido a Trump usar la imagen de México a conveniencia: unas veces demonizándolo por la migración y el comercio; otras, mostrándolo como un patio trasero, desordenado y sucio, sin mencionar que gran parte de ese desorden y suciedad es responsabilidad también de Estados Unidos, origen principal de las armas que usan los cárteles, destino primordial de la droga y el dinero ilegal de los mismos.

El operativo fallido de Culiacán y la masacre de Sonora han brindado al ala más dura de la derecha republicana de Estados Unidos el pretexto perfecto para usar nuevamente a México con fines electorales. Ambos sucesos han mostrado en toda su dimensión las debilidades que el Estado mexicano ha venido acumulando en, por lo menos, los últimos cuatro sexenios. Esta incapacidad de frenar la violencia del crimen organizado es la coartada para los ultranacionalistas estadounidenses que comienzan a levantar la voz para pedir una intervención militar en México. Para ello ya se impulsa en el Congreso de Estados Unidos una reforma que permita darle a los cárteles el mismo tratamiento que a los grupos terroristas, lo cual justificaría legalmente el uso de tropas militares contra ellos en territorio extranjero, pasando por encima de la soberanía nacional de México.

Lo preocupante de esta posibilidad es que políticamente resultaría viable y hasta deseable para un Trump acorralado por el juicio político en su contra, la derrota geopolítica de Estados Unidos en Siria y una improductiva guerra comercial con China. Una rápida intervención militar calculada en México, en la que se capturara o abatiera a algunos capos, podría brindar a Trump la tan ansiada victoria que requiere para fortalecerse entre su base electoral y aquellos votantes patrioteros pero indecisos que gustan de los despliegues de fuerza de su nación. Y contrario a lo que se cree, la postura de México de renunciar a la captura de dichos capos sólo abona a la línea dura del gobierno norteamericano, quien puede usarla como un factor más de pretexto para la intervención.

Ante esta peligrosa posibilidad, México parece sólo tener dos caminos complementarios: uno, fortalecer la vía institucional civil en la lucha contra el crimen para restablecer el Estado de derecho; y dos, desplegar todas sus capacidades diplomáticas y de cabildeo internacional para subir el costo político a Trump de una intervención en México. La política exterior y la política interior deben ir de la mano.

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