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Debilitar a los reguladores es contraproducente

LUIS DE LA CALLE

El gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador ha dedicado una buena parte de los esfuerzos de su primer año a la destrucción de órganos reguladores y otras instituciones del Estado. Uno pensaría que un gobierno, supuestamente de izquierda, buscaría no sólo no debilitar sus capacidades reglamentarias sino más bien su fortalecimiento para procurar una mayor seguridad de consumidores, un mejor escrutinio de la seguridad y eficacia de medicamentos, más estrictos estándares sobre residuos en alimentos, una más eficaz protección del medio ambiente, competencia para maximizar la penetración de las telecomunicaciones, una mayor exigencia con las empresas energéticas para minimizar el daño ecológico, así como una menor concentración de mercados como contribuyentes a mayor inclusión y menor desigualdad.

No obstante, el debilitamiento de la capacidad reglamentaria que se ha observado en la 4T responde a una visión de achicar al gobierno tanto por razones presupuestarias como de concentración de poder, como nostalgia por un pasado idealizado al que no se puede regresar, como por una ignorancia sobre el propósito de la independencia de reguladores de la actividad económica.

El presidente López Obrador piensa que el país funcionaba muy bien cuando toda la capacidad reglamentaria radicaba en las oficinas de las secretarías de Estado y que los órganos reguladores independientes son redundantes y un caro contrapeso.

Esta intuición presidencial es profundamente errada. Sin embargo, los órganos reguladores no están exentos de crítica. El gobierno anterior erró al promover la proliferación de órganos constitucionalmente autónomos ya que bastaba con garantizar su independencia y capacidad técnica. No pocos analistas criticaron esta proliferación.

Aunque los órganos reguladores pueden mejorarse, los ataques del gobierno federal no tienen justificación y resultarán contraproducentes.

El problema es de diagnóstico e ideológico. Existen poderosas razones por las cuales en los gobiernos de economías desarrolladas la aplicación de normas ha emigrado de ministerios a agencias especializadas con independencia de ciclos y nombramientos políticos, mientras que las decisiones de política pública siguen en manos de congresos y ejecutivos.

Debe también ponderarse que la naturaleza política de las secretarías de Estado y la ausencia de cuerpos colegiados en ellas se presta mucho más a la captura regulatoria que los órganos independientes. La independencia del evaluador de la educación es necesaria para evitar lo que sucedió por décadas: que la Secretaría de Educación Pública, dominada por el sindicato de maestros, fuera juez y parte. O que durante años la Secretaría de Comunicaciones y Transportes pensara que representaba en el gabinete a aerolíneas, ferrocarriles, camiones, televisoras y empresas de telecomunicaciones y no a pasajeros, carga, audiencias y consumidores.

Adicionalmente, la independencia regulatoria es fundamental para lograr el atractivo necesario para que se generen flujos de inversión que permitan el desarrollo de la infraestructura de transporte, energía y servicios precursora del crecimiento. Sin independencia y profesionalismo de la Comisión Reguladora de Energía y de la Comisión Nacional de Hidrocarburos se vuelve imposible que el país sea atractivo a la inversión. Pensar que las empresas del Estado en el sector energético deben encabezar el diseño de la política energética implica que no se desarrolle un mercado integrado de energía.

Asimismo, los órganos reguladores que se desarrollaron en los últimos años se distinguen por su profesionalismo, integridad y honestidad. Aunque se pueda disentir de sus conclusiones y razonamientos, los procedimientos que se llevan a cabo en forma de juicio son impecables por la posibilidad de presentar argumentos para que se emitan resoluciones basadas en méritos y por la ausencia de corrupción. No se puede decir lo mismo de las gestiones que se hacían anteriormente en las distintas secretarías.

El fortalecimiento institucional de los órganos reguladores autónomos e independientes es fundamental para el desarrollo sustentable del país, para conseguir una mayor inclusión y para evitar la toma de decisiones arbitrarias influidas por grupos de interés con acceso político. Su existencia también obedece a compromisos internacionales en tratados que México ha suscrito. El gobierno del presidente López Obrador debiera ver estos órganos no como un adversario, sino como un instrumento moderno para apuntalar un país más justo, más limpio, más equitativo, más incluyente, menos arbitrario.

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