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Violencia Inseguridad Miedo

ENFOQUE

RAÚL MUÑOZ DE LEÓN

Son los ingredientes de un cóctel explosivo que estamos tomando como "agua de uso" diariamente y a todas horas; podríamos afirmar que el mexicano está acostumbrándose a vivir (¿) en este clima de inestabilidad social que provoca el fenómeno de la violencia.

La interrogación dentro del paréntesis es para formular las siguientes preguntas: ¿puede llamarse vivir a la situación caótica que actualmente afronta el mexicano, generada por la violencia en sus distintas manifestaciones: física, verbal, psicológica, individual, colectiva; y es normal, acaso, qué se acostumbre a esa forma de existir?

Obviamente la respuesta es en sentido negativo; sin embargo, es la realidad. Todos los días nos enteramos por la información de los medios que la escalada de la violencia en el país va en ascenso y nada parece detenerla. Las autoridades en materia de seguridad se autoengañan y quieren engañar a la población, haciendo declaraciones en el sentido de que los índices de la violencia han disminuidos, que hay descenso en el número de delitos, que se está recobrando la tranquilidad y la paz social; pero ¡tómala!, que al lado de las declaraciones del funcionario aparece la nota periodística informando del ataque de grupos armados a un restaurante, del tiroteo en una ciudad de Guanajuato, Tamaulipas o Nuevo León; que en un bar de Guadalajara fueron masacrados ocho individuos, por tres sujetos armados que ingresaron al antro disparando indiscriminadamente, etc., y así en todo el País.

La violencia en todo su esplendor, que nada ni nadie puede detener, violencia que genera un situación de inseguridad permanente provocando en la población un sentimiento de miedo, que impide que los ciudadanos puedan realizar sus actividades cotidianas de manera normal. Nadie puede vivir con miedo y desempeñar sus tareas eficientemente.

Hay temor en jóvenes y niños al ir a la escuela; en los adultos para acudir a eventos públicos en espacios abiertos; temor en los empleados para asistir al trabajo, sea oficina, despacho o taller; la gente está atemorizada, asustada, apanicada; indignada y miedosa, se equipara a un volcán que en cualquier momento puede hacer erupción, lo cual es peligroso.

Lo que sucedió la semana pasada en Culiacán, capital del Estado de Sinaloa, en donde se llevó a cabo un operativo fallido por la falta de coordinación entre las corporaciones de seguridad que implementaron una estrategia, ante una situación conflictiva; estrategia, en la que una cosa sabía el ejército, otra conocía la policía estatal sinaloense y una más distinta a las anteriores, tenía la policía local; por eso al ver los resultados tan lamentables por desastrosos, no coincidía la apreciación que cada una de las entidades participantes tenía de los hechos y sus consecuencias.

El 17 de octubre de 2019 pasará a la historia como el "día de la vergüenza nacional", como el día de la indignidad, porque gobierno federal mexicano y sus fuerzas de seguridad se entregaron al crimen organizado y dejaron abandonada, indignamente, por temor a los narcotraficantes, la plaza de Culiacán. El pueblo, ingenioso como es, recordará anecdóticamente esta afrenta comentando: "En Culiacán el gobierno tuvo miedo y fue muy culiacán".

¿Dónde estaba el ejército, donde la Guardia Nacional; que hacía la policía estatal; en que se ocupaba la gendarmería municipal, que no pudieron proteger a la población sinaloense, dejándola a merced de la violencia provocada por los delincuentes del narcotráfico?

Finalmente Alfonso Durazo, Secretario de Seguridad a nivel nacional y funcionario de los más cercanos al presidente de la República, tuvo que reconocer entre pucheros y lamentaciones que el operativo fue mal planificado y peor ejecutado.

Lo más desagradable y desalentador es que habiendo detenido al hijo del Chapo Guzmán Loera, el presidente "tomó una decisión muy dura, pero muy humana", según lo dijo él mismo en su conferencia matutina diaria, consistente en la orden que dio para que dejaran libre al hampón, justificando esta lamentable decisión, diciendo: "ellos lo hicieron (refiriéndose a los elementos policiacos) y yo lo avalo, lo respaldo".

Son dignos de reprobación y por lo tanto son condenables los acontecimientos de Culiacán; lo más triste y preocupante es que se pueden repetir y presentarse en cualquier otra ciudad del país, pues los hampones se sienten protegidos, se saben a salvo de que se les persiga, se les detenga y se les procese, porque ya lo dijo el Ejecutivo Federal: "Los narcotraficantes también son pueblo, y como tal tienen derechos; mi gobierno nunca va a reprimir al pueblo, ni habrá violencia".

No se trata de represión, sino de cumplir con una de las funciones elementales del Estado, hacer valer el principio de autoridad, perseguir, detener y sancionar a quienes han infringido la ley, a los que hayan cometido delitos de tal gravedad como en los que incurre el crimen organizado, cuya inmediata consecuencia es la inestabilidad social y el rompimiento de la vida armónica.

Es obligación fundamental del gobierno en todos sus niveles garantizar la seguridad e integridad de la población, dictando y ejecutando las medidas necesarias para hacer frente a una situación emergente, buscando en todo momento salvaguardar la integridad de las personas, garantizando la paz social.

El Presidente incurre en responsabilidad jurídica y política, al haber ordenado la liberación del conocido delincuente, quien es buscado y reclamado por las autoridades estadounidenses, acusado de traficar con drogas en territorio norteamericano. Su responsabilidad se materializa, tanto si dio la orden, como si sólo avaló y "justificó" lo hecho por los cuerpos policíacos.

Colocado hipotéticamente en la situación de simplemente haber avalado lo que hicieron sus subordinados, entonces el Presidente no elude su responsabilidad, y en tal caso le es aplicable la figura del artículo 150 del Código Penal Federal.

El presidente cayó en serias contradicciones: primero, dijo que él había dado la orden de liberar al hijo de Loera Guzmán para "proteger a la gente"; al día siguiente se contradice, y declara que fueron militares y policías los que realizaron el operativo quienes, detuvieron y luego soltaron al Chapito y que él avala lo hecho por ellos; ahora, sorpresivamente anuncia que ignoraba, que no tenía conocimiento de lo que había pasado en Culiacán, "y no lo sabía porque dejaba todo en manos de la Secretaría de la Defensa Nacional, en la que tengo absoluta confianza".

Desde el punto de vista ético, jurídico y político es inaceptable, inadmisible y fuera de toda lógica que sea el propio titular del ejecutivo quien rompa las normas que rigen la vida de los mexicanos, cuando él en frecuentes ocasiones dentro de su campaña dijo: "contra la ley, nada; por encima de la ley, nadie". Y al tomar posesión como Presidente de la República, protestó "guardar y hacer guardar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes que de ella emanen. . .mirando siempre por el bien y prosperidad de la Unión. . .y si así no lo hiciere que la Nación me lo demande".

Hay que elevar la voz para señalar lo que aquí se dice, para evitar que nuestra incipiente y frágil democracia derive en autocracia. . . y de ahí?. . .

Sea como haya sido, lo cierto es que la población de Culiacán, y con ella la de todo el país, vivió terribles horas de angustia, de miedo, por la fuerte ola de violencia que se levantó, generando el clima de inseguridad que se sigue padeciendo. ¡México no lo merece!

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Octubre 27 de 2019

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Escrito en: Enfoque

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