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La larga derrota del Estado

Urbe y orbe

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

La derrota del Estado mexicano frente al crimen organizado no es un hecho que se haya gestado el jueves 17 de octubre de 2019 en Culiacán, Sinaloa. Esta derrota tiene años gestándose dentro de un proceso gradual que involucra a autoridades de todos los niveles de gobierno, emanadas de todos los partidos que han gobernado. Y es una derrota vinculada, sí, a un fenómeno histórico interno de descomposición institucional y de arraigo del narcotráfico, pero también a un proceso histórico global de debilitamiento de las capacidades del Estado democrático liberal.

El desafío al Estado y sus fracturas no son hechos exclusivos de México. Con otros protagonistas y otros cocteles de problemas, es posible verlos en América e, incluso, Europa. En algunos sitios es la delincuencia organizada, en otros el terrorismo local o internacional. En algunos lugares es el nacionalismo o regionalismo radicales, en otros es el populismo y el poder arbitrario. Pero en todos, en mayor o menor medida, es posible encontrar rasgos comunes: desconfianza pública, polarización política, desigualdad social, privatización institucional y, en suma, empequeñecimiento del Estado de bienestar y sus organismos. En ningún caso es una lucha de buenos contra malos, como el discurso oficial en todos los países quiere hacer ver. Se trata de una deconstrucción estatal propiciada por la preeminencia del capital financiero global, sea este legal o ilegal.

Entender al crimen organizado y al narcotráfico en México como una realidad nacional exclusivamente es un error. Se trata de un fenómeno de alcance internacional con nexos, proveedores y mercados en varias partes del mundo. La red, solapada o cobijada durante décadas por Gobiernos, sociedades, bancos e industrias, le ha servido al hampa para hacerse del control de territorios, personas y mercados; de la posesión de recursos, armas y rutas; de la facilidad de movilización, evasión y blanqueo de capitales, y de una enorme capacidad corruptora y constructora de nuevos códigos culturales. A la par de que su desafío a las -muchas veces infiltradas- fuerzas del Estado ha crecido, la figura del narco se ha mitificado al grado de convertirse en uno de los principales productos de consumo cultural.

De la misma manera que el narco necesita de una sociedad cautiva con un mínimo de difusos estándares de funcionamiento estatal para extraer recursos de ella y esconderse en ella, requiere de vínculos internacionales para contar con salidas de mercado a sus productos, centros de lavado de sus ingresos y proveedores de su principal insumo y despliegue de poder: las armas. El crimen organizado mexicano no puede entenderse sin la relación y cercanía con Estados Unidos, en donde existen ramificaciones y socios de esos grupos que completan y alimentan la red de regreso. Combatir solo en territorio nacional al narco es tan obtuso como intentar acabar con un grupo terrorista sin cortar sus fuentes de financiamiento y conexiones logísticas externas.

El crimen organizado existía ya en México y en Sinaloa antes del jueves 17 de octubre. Existía también antes del 1 de diciembre de 2012 y del 1 de diciembre de 2006. Pero el punto de inflexión fue el sexenio de Felipe Calderón, quien encontró en la "guerra contra el narco" la coartada perfecta para buscar legitimarse políticamente tras un altamente cuestionado triunfo electoral. ¿Qué pasaba antes? Se toleraba con ciertos límites a veces no muy claros ni eficientes. Pero el hampa estaba ahí: anidando, creciendo, construyendo base social, corrompiendo, intoxicando, alimentándose de los vacíos que poco a poco el Estado comenzó a dejar en su proceso de empequeñecimiento a favor de la creciente voracidad del gran capital.

Barrios completos de ciudades y amplias zonas rurales se convirtieron en territorios regenteados por el narco. Crecieron los cárteles, desafiaron a municipios, controlaron policías, retaron a los estados, penetraron las instituciones. El cáncer se había diseminado y ya no quedaba claro qué órgano del cuerpo estaba libre. La guerra contra el narco emprendida por Calderón se situó en el extremo de la ecuación tóxica al privilegiar el uso de la fuerza y la violencia militar por encima de la defensa del estado de derecho con las instituciones civiles. Y proliferaron las masacres, los homicidios, las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones, las violaciones a los derechos humanos y la renuncia al debido proceso y al uso controlado de la fuerza, ambos claves en la sana supervivencia del Estado. Ahí se consumó una derrota, la derrota del Estado civil republicano.

Con Enrique Peña Nieto solo hubo cambios en el discurso, pero la estrategia se mantuvo casi intacta, con las Fuerzas Armadas en labores de policía. De la agenda monotemática de Calderón se pasó a una agenda que pretendía ocultar la realidad de la violencia para avanzar en las reformas neoliberales que los organismos financieros y el gran capital llevaban años esperando. Pero tras una ligera baja mediado el sexenio, la realidad le estalló en la cara al gobierno de Peña Nieto que cerró su administración con una cifra récord en homicidios y la multiplicación de los expedientes de desapariciones, ejecuciones extrajudiciales y violaciones a los derechos humanos y el debido proceso. Es decir, el Estado claudicando nuevamente en sus responsabilidades civiles y judiciales. No poder garantizar la seguridad pública, interna y jurídica ni los derechos humanos de los ciudadanos, es una derrota: la derrota de la legitimidad del Estado.

A la par del deterioro institucional se observó aquello que desde un principio se advirtió: el desgaste de unas Fuerzas Armadas que mientras no lograban recuperar el control de la mayoría del territorio conquistado por el hampa, acumulaban denuncias por presuntas violaciones a los derechos humanos. También se dijo desde el inicio: usar la violencia militar para combatir un asunto concerniente a la seguridad pública y a los órganos de procuración e impartición de justicia solo abonaría a la reproducción de la violencia. Porque el Estado había renunciado a su posición de único garante de la estabilidad y la institucionalidad para asumir una postura facciosa que sólo podía generar más desconfianza entre los ciudadanos y más encono entre los integrantes de los grupos criminales y sus familiares.

Una de las grandes promesas de campaña de Andrés Manuel López Obrador fue cancelar la estrategia de militarización seguida por sus antecesores. No obstante, una vez en el poder, se arrepintió, y no solo mantuvo en esencia la estrategia de seguir usando a las Fuerzas Armadas en las tareas de seguridad pública, sino que dio un paso más allá con la institucionalización de la permanencia de los elementos castrenses en esas y otras labores. Así es como se constituye una Guardia Nacional antiinmigrante y el Ejército constructor de obras. La cuarta transformación ha sido la del Ejército que en un lapso de 60 años ha pasado de brazo represor del régimen a cuerpo de apoyo en desastres naturales, luego a cuerpo policial militarizado y ahora guardia fronteriza y brazo ejecutor de proyectos de ingeniería civil del Estado.

Pero la estrategia ha resultado sumamente contradictoria. Mientras el presidente mantiene, bajo el nombre que sea, a las instituciones castrenses en operativos y patrullajes, les ha dado la orden de no responder a agresiones en aras de, supuestamente, evitar la represión y las masacres. A casi un año de su llegada al poder, es evidente que esto no ha funcionado ya que 2019 se perfila como el año más violento en la historia reciente del país. En su afán político y mediático de intentar diferenciarse de sus antecesores, López Obrador se ha ido al otro extremo de la ecuación nociva de la militarización de la seguridad pública. Del uso activo del Ejército en el combate a la delincuencia se ha pasado al uso pasivo de las instituciones castrenses. El resultado es lo que observamos en Culiacán: un operativo fallido de detención del hijo del que fuera el capo más peligroso del mundo, un desafío abierto del crimen organizado a la autoridad institucional, una sociedad rehén y abandonada a su suerte. La derrota consumada del Estado.

Lo que tenemos hoy, con esa incomprensible estrategia de uso pasivo de un ejército policía, es la máxima humillación de la última institución que puede fungir como garante de la soberanía y seguridad nacionales. Plantear la disyuntiva entre detener a un presunto delincuente o salvaguardar la integridad y la vida de los ciudadanos es totalmente engañoso y hasta perverso. Lo que se espera de un Estado con facultades legales y capacidades institucionales no es la guerra abierta de Calderón o la guerra encubierta de Peña Nieto, es simplemente la aplicación de la ley y la prevalencia del Estado de derecho. Para ello no debería ser necesario el Ejército ni tampoco el uso desmedido de la violencia. Bastaría con que las instituciones civiles funcionaran. Pero parece que hemos renunciado a eso hace mucho tiempo. El mensaje que hoy se da, otra vez, es contundente: el crimen organizado ha vencido al Estado. Pero lo venció desde que el Estado renunció a su responsabilidad de hacer prevalecer la ley a través de instituciones civiles que operen con el mayor blindaje posible y lejos del perverso manoseo político electoral que suele darse en México. No se puede construir un Estado fuerte, civil, republicano y democrático si quienes tienen la más alta responsabilidad dentro de él no creen que es posible construirlo.

Pero no es solo un asunto de falta de visión estadista. La creciente desconfianza ciudadana, la imparable polarización política, la galopante desigualdad social y el populismo encumbrado han hecho lo suyo en México y en un mundo en el que el capital global transnacional, legal e ilegal, acumula más recursos que muchos estados, y en el que la tecnología avanza mucho más rápido, con todos sus usos viciosos y virtuosos, que las capacidades de dichos estados. La derrota del Estado mexicano tiene el sello del hampa, así como las derrotas, en proceso o consumadas, de otros estados tienen el sello del ultranacionalismo, el regionalismo radical, el terrorismo, la corrupción, la quiebra financiera, la oligarquía o la disfunción y parálisis política institucional. Entendamos las peculiaridades del caso mexicano, sí, pero no lo desvinculemos de lo que está pasando en otras latitudes, en done también hay sus matices y realidades particulares: Grecia, España, Reino Unido, Alemania, Ecuador, Venezuela, Chile, Brasil, Argentina, Honduras, Nicaragua y los propios Estados Unidos.

Es el Estado liberal el que está en cuestión tras treinta años de una globalización que ha privilegiado el beneficio del capital por encima de lo social y humano, y en medio de la crisis hegemónica de la Unión Americana. En este contexto, podemos ubicar como primer antecedente de esta crisis institucional y la evidente fractura estatal al desmantelamiento gradual del Estado de bienestar. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y hasta las postrimerías de la Guerra Fría, ese Estado de bienestar permitió un fortalecimiento sin precedentes de las clases medias en el mundo occidental a través de prerrogativas sociales extraordinarias. Fue la generación más rica y con mayores certidumbres de la historia de la humanidad que, tras la caída del Estado de bienestar, ha engendrado a la generación por primera vez más pobre -en todo sentido- que la anterior en 300 años en medio de la mayor concentración de riqueza nunca antes vista. Y las certezas se derrumbaron. Bien podríamos ubicar ahí el comienzo de la larga derrota del Estado.

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