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Entre el fuego y el sermón

JESÚS SILVA-HERZOG

Quedamos entre los violentos y los incompetentes. Entre el fuego y el sermón. Unos matan y amenazan, el otro predica y se festeja.

No fue la derrota de unos, fue la derrota de todos. No se mostró solamente la torpeza de un Gobierno sino la fragilidad del piso común. Lo novedoso fue el estruendo y la rotundidad con que se exhibió el fracaso de Estado. La rendición tuvo como escenario una ciudad de casi un millón de habitantes. Ante los ojos del mundo, la capital de Sinaloa, tomada como rehén. Se suceden con velocidad los acontecimientos: el intento de aplicar la ley, el despliegue de la fuerza criminal, la nulidad del gobierno, el éxito de la intimidación, el caos en la información gubernamental y el desfile triunfal de los violentos. Una derrota que se prolonga en tanto se empeña el presidente en defenderla como prenda de su beatitud.

Hacer la crítica de lo que acaba de pasar no es, ni lejanamente, suspirar por el pasado reciente. Es advertir que más allá de la voluntad de cambio, más allá del deseo de la paz hay en México un pendiente histórico que nos mantiene a la intemperie y que nos hace vulnerables frente a los tramposos y los violentos. La capitulación de Culiacán es alarmante porque es continuación y agravamiento de lo que hemos padecido durante décadas. Quiero decir que lo que habrán sufrido con pánico en la capital de Sinaloa y lo que seguimos con horror en el resto del país es, ante todo, la prolongación de una crisis histórica que no tiene pista de solución. Los defensores más fogosos y los críticos más elementales del Gobierno coincidirán en que lo sucedido la semana pasada es radicalmente distinto a lo que hemos vivido en los últimos tiempos. Unos gritan que se entregó el país a los criminales, como si la semana pasada el país fuera nuestro. Los otros vitorean al humanista que opta por el amor, como si los abrazos fueran, en efecto, disolventes de las balas. Discrepo de ambos: la tragedia es que éste es un episodio más en el imperio de nuestra barbarie.

Hablar de la cobardía del Gobierno es una frivolidad militarista. Hacer frente a la violencia no es cuestión de valentonadas, ni de despliegues de hombría. Ojalá dejáramos de hablar ya de virilidades y de testículos. La procacidad de su machismo es paralela a su miopía. El tema no es la valentía del Gobierno, sino su responsabilidad. Los efectos que una decisión tiene a lo largo del tiempo. La preocupación no es que tengamos un Gobierno temeroso, sino que tenemos un Gobierno irresponsable.

Gravísima, imperdonable irresponsabilidad fue la imprevisión del Gobierno. No me refiero a la salida de la crisis sino a su instigación. Puede concederse que la decisión de soltar al heredero del imperio criminal haya sido, en las terribles circunstancias que se vivía, la menos mala. La disyuntiva era todo, menos simple. En efecto, debemos imaginar el escenario alternativo: una captura fracasada y un reguero de sangre. El punto es que la crisis fue creación exclusiva de quienes dirigen la política de seguridad. Fueron ellos quienes la desataron. No parece muy convincente su alegato de que evitaron un mal mayor si quienes nos pusieron en la disyuntiva entre el horror y la ignominia, fueron ellos. La capitulación de Culiacán será inevitablemente, enseñanza. El camino para doblegar al Gobierno está más despejado que nunca.

La crisis deja una humareda ominosa. La inteligencia (en ambos sentidos del término) estuvo solamente del lado de los criminales. El Gobierno actuó a ciegas, desconociendo el terreno que pisaba, con torpeza, revelando los pleitos a su interior. Ante la crisis, el reflejo fue la mentira. Persisten incoherencias e inmensos huecos de información. Y en momentos cruciales, un presidente incomunicado. Lo más grave, quizá, es que el gobierno no está dispuesto a encarar la gravedad de lo sucedido. El político de la empatía no altera sus planes y se desentiende del desamparo de una ciudad. La paz llegará porque el presidente madruga y su gobierno es amor. Ante la crisis, una escena abominable que no puede pasarse por alto: el presidente se hace alabar por niños que lo glorifican. Grotesco. Vale recordar una expresión que seguramente le será difícil catalogar como conservadora: "con los niños no".

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