Columnas la Laguna

ANÉCDOTAS

TACONES CERCANOS

HIGINIO ESPARZA RAMÍREZ

En la calzada 20 de Noviembre, una sombría calle que lleva a los panteones, después de la medianoche hay un taconeo constante en aquella dirección. Siguen un mismo ritmo y en todos los casos hay prisa. Tac, tac, tac, tac, tac… se escucha en la oscuridad y corresponden a una mujer que parece seguirlo a uno, como fue mi caso.

El taconeo se iba apagando conforme se alargaba la distancia desde mi casa a ¿dónde?- Nunca lo supe. Pero quedó claro que se trataba de fantasmas traviesos que mataban el tiempo metiéndose a las fincas que les quedaban de paso para jalarle los pelos a uno de los ocupantes sentado en el baño y esperar a que se acostara para pasarle a los lados con sus tacones ruidosos. Lo asustaban y lo obligaban a taparse de la cabeza a los pies con una cobija.

De lo que me pasó no hay duda: noche a noche me seguía un taconeo ruidoso que me obligaba a entrar rápidamente a la habitación donde dormía, colindante con la calle. Si apresuraba el paso, lo mismo hacía mi perseguidora; bajaba el ritmo e igual ocurría con la enigmática mujer.

El acoso fue constante y parecido: me ponía a salvo y ella seguía su camino, hasta que una noche, dispuesto a descubrirla, abrí de un puntapié pero no entré a la habitación. Cerré la puerta de madera y el taconeo cesó. No abrí por precaución pero me asomé a través de una de las rendijas y en la cuesta que da al Cerro de la Cruz, la vi por fin en la lejanía: una figura alta, esbelta, con el pelo suelto y vistiendo una bata transparente y ondulante por la brisa que le cubría los tacones.

Ella también clavó su mirada en mí, ocupó fantasmalmente toda la hendidura de la madera y levantó los brazos como llamándome. La luz de la luna transparentaba su imagen pero no conseguí distinguir sus rasgos faciales, sólo la larga cabellera que los cubría y el fino cuerpo que resbalaba voluptuosamente en la tela.

Cien metros nos separaban pero no hubo intentos de acercamiento. A una nueva ojeada por la rendija desapareció de repente, dejando un espacio en blanco con aureolas en el terreno de la visión. El taconeo se reanudó la noche siguiente pero ya no hubo apariciones ni en el cerro ni en la calle, sólo el ruido peculiar de una imaginaria mujer que camina rápido. Yo seguía con pelos de punta y ya no la aceché; pero claramente sentí que me seguía.

Me cambié a mi nueva casa y aparentemente terminaron los taconeos, ya no se escucharon en la calle ni adentro, pero seguían vigentes, esperando su turno. En una ocasión entré a la cocina y escuché tres pasos a mi espalda, contaditos. -Es el aire pensé, pero no moví la cabeza. Sentado me puse a tomar un té contra los sustos y en ese momento se repitió el mismo caminar. Grité con la piel de los brazos chinita: -¡¿quién anda ahí?! Un silencio absoluto me contestó. Ni aire ni puertas abiertas habían provocado el misterioso clamor.

Tiempo después, en la misma calle 20 de Noviembre, a un caminante nocturno le tocó el infortunio de caminar a media noche atrás de la mujer de los tacones altos que se cubría con hilachos de un rebozo recién exhumado, solo le veía la espalda pero el taconeo era inconfundible. La siguió una o dos cuadras hasta que la fémina se detuvo y giró lentamente la cabeza hacia su perseguidor. No tenía cabeza humana, solo el cráneo descarnado de un caballo hecho cadáver, chimuelo, enormes quijadas, ojos hundidos y lengua de fuera. El acosador no soportó la impresión y cayó muerto a los pies de quien ya había empezado a enamorar como cualquier noctámbulo. Esta versión se convirtió en una leyenda en el barrio de los cortejadores de las mujeres solas. El taconeo cesó por lo pronto; ahora sobrecogen los cascos y relinchos de media noche.

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