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Punto de inflexión

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

El afán de acelerar o frenar, de apoyar o resistir la acción gubernamental revela la talla de la disputa por el poder, pero sobre todo la importancia del objetivo en juego: modificar o conservar el concepto del Estado y, con él, el régimen político y el modelo económico. De ese tamaño es la pugna.

En medio del litigio por fijar el límite y el horizonte del mandato presidencial, entre zancadillas y tropiezos, Andrés Manuel López Obrador llega a su primer informe de gobierno que, aun con el amplio respaldo popular, marca un punto de inflexión. Aquel donde, tras establecer con firmeza que no será el simple administrador en turno del proyecto adoptado más de treinta años atrás y sí el promotor de ajustes profundos, rectifica algunas decisiones a fin de generar confianza a la inversión y atemperar el estancamiento económico.

A saber si en el mensaje previo a la presentación del informe, el mandatario reflexiona en serio y en torno a la voluntad y la posibilidad o si mantiene el tono y la tonada del discurso conocido. Al margen de ello, la circunstancia nacional e internacional insta a reconsiderar y recalcular los pasos a dar, a no convertir la oportunidad en calamidad.

El país vive un momento tan interesante como inquietante que, en su vértigo, abre espacio a la confusión que rebota entre el entusiasmo y el miedo.

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El resultado electoral del año pasado movió los referentes que normaban el quehacer político.

Hace poco más de veinte años (1997), el electorado optó por poner en práctica "el gobierno dividido" -el Ejecutivo en unas manos y el Legislativo en otras- y el ensayó no prosperó. El ejercicio fue pervertido por la falta de madurez y la incapacidad de los partidos para construir acuerdos equilibrados. De "el gobierno dividido" se hizo el "gobierno detenido" y, luego, algo peor: "el gobierno coludido" que, a partir de la política de cuates y de cuotas con buena dosis de corrupción, movió el engranaje de la acción gubernamental.

La política cupular se entronizó. Distorsionó el mandato electoral y provocó efectos colaterales, nocivos en extremo. Las multimillonarias prerrogativas ahondaron la distancia entre partidos y ciudadanía. Las dirigencias de los partidos avasallaron a las militancias. Y, de paso, la política cupular satanizó a la política popular -entendiendo por ésta, aquella cercana a la gente- equiparándola en automático con el populismo.

Así, las reformas de segunda generación se vieron vulneradas desde su origen. Algunas se canjearon por otras sin realizarlas con esmero (destacadamente la político-electoral y la hacendaria). Otras se vieron vulneradas al verse salpicadas por la corrupción y unas más se instrumentaron no con la gente, sino contra ella. Su origen selló su destino.

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El giro electoral del año pasado borró aquellos referentes del quehacer político.

Por variadas razones se dio un amplio respaldo al candidato ganador, al hoy Ejecutivo, y a la vez se le concedió a su partido la mayoría en el Legislativo. El electorado cambió los términos de la política seguida durante las dos últimas décadas y, aun así, hay actores que no lo advierten. Resisten reconocerlo. Se votó por hacer algo distinto, no lo mismo.

Hoy, sin embargo, se quiere hacer política con referentes que ya no corresponden a la realidad y eso trae confundida a la oposición que no ata ni desata y deja sin amortiguadores las diferencias entre el gobierno y porciones de la ciudadanía. Sí, la oposición está confundida... pero también el partido-movimiento encabezado por López Obrador que, al degustar el sabor del poder, da muestras de indigestión y gula.

A Morena se le atora el bocado. Ganó la elección, pero todavía no domina el gobierno ni conquista el poder y, sin embargo, se deleita ante un manjar que todavía no cocina. Al tiempo que el mandatario mira con recelo a los aliados de ocasión. Quiere empleados, no aliados.

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Hacer política a partir de parámetros distintos y sin referentes establecidos no es sencillo, menos cuando se pretende sacudir al régimen político y el modelo económico.

Esa realidad pone en evidencia que el diseño del régimen político y electoral, aun cuando sus guardias lo consideren una maravilla, fue concebido y desarrollado sin gran visión, con enorme costo económico y político. E igual ocurre con algunos órganos autónomos impulsados en los últimos años y décadas; su diseño derivó de aquel concepto cupular de la política. Requieren de un replanteamiento, no necesariamente de su desaparición.

El punto delicado es que, si bien se puede ajustar o desmontar esa estructura, no hay planos de la que se requiere.

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La compleja circunstancia está dando lugar a una situación singular.

Algunos sectores aceptan el resultado electoral, pero rechazan la consecuencia política. Y, del otro lado, algunos confunden la elección con una revolución y claman ir más allá del mandato recibido. Unos no quieren cambiar nada, sólo administrarlo bien; otros quieren cambiar todo, sin responder por qué y cómo. Curiosamente, los extremos de esas fuerzas en tensión miran al pasado reciente o remoto como el mejor refugio, como si la opción nacional fuera recuperar el salinismo o el echeverrismo.

Son contados los actores y factores de poder que median entre esas dos posturas y, sin ignorar el pasado, intentan fijar metas comunes hacia el futuro.

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En medio de la adversidad económica y el riesgo de la inestabilidad política, entre zancadillas y tropiezos, el presidente Andrés Manuel López Obrador llega al primer informe del estado que guarda la administración. Un punto de inflexión donde las rectificaciones hechas en el campo económico ojalá sean anticipo de una reflexión profunda.

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