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Periodos legislativos

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

En virtud de la cascada de proyectos legislativos, impulsados por el Ejecutivo o el Legislativo, la actividad parlamentaria ha recobrado actividad y brío inusitados en la actual Legislatura.

Tanto así, que la convocatoria a periodos extraordinarios ha sido una constante y, en esa condición, no sobra revisar la fórmula de trabajo del Congreso.

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Quizá a raíz de la actual circunstancia legislativa y del empeño de dar marco jurídico al rediseño institucional del régimen, hacia mediados de mayo, el presidente del Senado, el morenista Martí Batres, propuso incorporar un tercer periodo ordinario de sesiones. Presentó la iniciativa y, hasta donde se sabe, la dictaminación está pendiente.

La idea es interesante, pero no nueva. En 2009, lo mismo impulsó el hoy desaparecido Partido Nueva Alianza. Comoquiera, sí es importante considerar si bastan o no dos periodos ordinarios para desahogar el trabajo legislativo y, en esa condición, calibrar cuál sería la reforma indicada para dejar de hacer de los artículos 65 y 66 de la Constitución -que regulan los periodos legislativos- el resumidero de una colección de parches.

Desde 1917, el primero de esos preceptos se ha modificado cinco veces y el segundo, dos.

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Desde el origen de la Constitución hasta 1986, esto es, a lo largo de casi setenta años, el Congreso sesionaba una sola vez al año: del primero de septiembre al 31 de diciembre. Sin embargo, en 1986, se reformaron aquellos artículos a fin de reponer dos periodos ordinarios de sesiones, bajo el mismo argumento con el que ahora se pretende sumar un tercer periodo. Se quería aumentar el tiempo efectivo de trabajo de los legisladores.

Se aprobó, pues, la realización de dos periodos ordinarios. Sin embargo, en 1993, se volvieron a modificar aquellos preceptos. La duración de ambos periodos resultaba insuficiente para atender el trabajo legislativo. En aquel entonces, como ahora, se planteaba el rediseño institucional del país y, desde luego, el replanteamiento de su entramado jurídico. Se amplió, pues, la duración de los dos periodos legislativos.

Con todo y el alargamiento de esos periodos, el tiempo resultó otra vez insuficiente y, entonces, se volvieron a re-reformar los preceptos en 2004 y, luego, en 2014 para establecer la duración de ambos periodos en los plazos vigentes: el primer periodo del primero de septiembre al quince de diciembre (con la salvedad hecha cuando hay cambio de gobierno) y el segundo periodo del primero de febrero al 30 de abril.

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Ahora, con los mismos argumentos, parámetros y comparaciones nacionales e internacionales utilizados en ocasiones anteriores, se quiere agregar un tercer periodo legislativo. Este correría del primero de junio al 31 de julio. Se arguye que se vive un proceso de transformación que implica reformar la Constitución y las leyes.

Cuatro cuestiones en relación con el proyecto legislativo presentado son las siguientes:

La primera. Se desconsidera que es, al arranque de cada sexenio, cuando se reforma y reforma la Constitución o las leyes, según esto, a fin de darle el marco jurídico adecuado al proyecto de gobierno de la nueva administración. La recarga del trabajo legislativo se presenta fundamentalmente en los dos primeros periodos legislativos, pero no necesariamente en los subsecuentes. Y, en rigor, no está mal que así sea porque, de pronto, incentivar el trabajo legislativo sin motivo, puede resultar contraproducente.

La segunda. Incorporar un tercer periodo porque cada sexenio se hace un rediseño constitucional e institucional es dar herramientas a la manía de ajustar la Carta Magna de a tiro por sexenio y a capricho del mandatario en turno, convirtiendo la ley de leyes en un zurcido visible de parches. Bajo la idea de que cuanto se consagra en la Constitución es difícil de modificar por el carácter calificado de la votación parlamentaria, de la ley mayor se ha hecho un documento extenso, confuso e impreciso. Se elevan a rango constitucional normas correspondientes a un simple reglamento.

Tercera. El tercer periodo legislativo propuesto coincidiría, cada tres años, con la temporada electoral y más de una vez se ha visto cómo los comicios contaminan o impactan, cuando no colapsan, el resto del quehacer político, sea legislativo o ejecutivo. Entonces, el lapso previsto para su realización no es el más indicado.

Cuatro. Pretender medir la productividad legislativa a partir del número de reformas y modificaciones operadas, frecuentemente, da lugar a verdaderas ocurrencias legislativas que, en vez de mejorar, empeoran el marco jurídico.

¿Qué hacer entonces?

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Si de nuevo se va a modificar la Constitución, quizá lo recomendable sería desaparecer el primer y el segundo periodo legislativo y desconsiderar un tercero. Está demostrado que agregar periodos o ampliar su duración ha resultado insuficiente para atender la carga del quehacer parlamentario y legislativo. Incluso ha complicado la operación del Congreso por cuanto que, en la negociación de este o aquel otro periodo extraordinario, se introducen asuntos o proyectos disruptivos. Lo conducente es sencillo.

El Congreso de la Unión debería fijar por única norma tener sesiones a todo lo largo del año, convocando a ellas cada vez que sea necesario. Y salir del juego de añadir o ampliar los periodos que, sobra decirlo, no han dado el resultado esperado.

Así ocurre en más de un Parlamento donde no hay periodos ordinarios ni extraordinarios porque el Parlamento está puesto y dispuesto a trabajar todos los días del año. Hay trabajo, no recesos. Y las leyes se modifican sólo cuando es verdaderamente necesario.

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