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Al lagunero

Los muertos vivos

ALEJANDRO TOVAR

Los hombres nunca se van del todo, suelen vivir en el pensamiento, que trae episodios de vida y les da una nueva repasada, quizá con modificaciones, porque la memoria de tantos años de trabajo, va perdiendo eficiencia pero sigue siendo curiosa y es como el fotógrafo que nunca deja de mirar; graba películas, episodios de vida, salvoconductos para los personajes que se extinguen.

Como José Eusebio Vázquez (1930-1968) que cruzaba toda la Juárez desde la Alianza hasta el Campo Militar y más allá, hasta la cervecería y vuelta atrás. Tenía la voz delgada y el pelo quebrado, los brazos gruesos, las manos grandes pero una mirada dulce y una sonrisa repetitiva. Apenas el domingo todo cambiaba en la Plaza de Toros, porque era luchador rudo de siete suelas y cuando se aliaba con su primo Fernando, eran imparables. Los fabulosos Hermanos Espanto I y II.

El 25 de octubre de 1963 no hubo costillas con frijoles y cerveza antes de llegar a la Arena México, por el nerviosismo de ver a El Santo y Espanto I jugarse la incógnita. Qué combate de dos colosos en un baño de sangre y las máscaras rotas, el orgullo tambaleante y el alma palpitante. El Santo rindió a nuestro Eusebio con la llave de "a caballo". Cuando apretaba su cuello, sentado sobre su espina dorsal, se escuchaba el grito de dolor del chofer de aquél Campo-Alianza añorado.

Chebo murió joven, asesinado a balazos en Monterrey. También joven era Cesáreo González Manrique (1920-1960) que impactaba a los niños que le veíamos en su casita del barrio Paloma Azul, se sentaba en la ventana, en short y camiseta. Era un gigante que luchaba con el cáncer y se iba consumiendo. ¿Es cierto que usted es el Médico Asesino?, preguntamos. El solamente sonreía.

Alejandro Muñoz Moreno (1922-2000) era un regio simpático, de manos enormes y ojos pequeños. Se quejaba entre carcajadas de que los productores de películas bebían a diario y no podía desprenderse de ellos, decía que se quedaba sordo por los martillazos en su taller de enderezado. Era compadre de Héctor Valero, director del semanario "Lucha Libre", el maestro que enseñaba entre bromas. El frente de su carrocería era impresionante. El era el gran Blue Demon.

Lo que más impresionaba a los chicos de ese tiempo, era gritar y perder su grito en la acústica maravilla de la Arena México y ver en el ring al mejor dueto de ese tiempo, el lagunero Manuel González Rivera (1936-2004) y el tapatío José Ángel Vargas (1938-1986) contra cualquier rival, porque era un par singular por calidad y ferocidad de su estilo. Como socios y después rivales de El Solitario fueron únicos. Eran Dr. Wagner y Ángel Blanco. Poco después llegó otro comarcano con ellos, Juan Chavarría (Gran Markus) que era un rudo-técnico de gran agilidad para su peso (1943-2007). Se fueron jóvenes.

El estilo siempre será expresión de inteligencia. Todos ellos valoraron su presencia en el ring con una gran disciplina y trabajo pero también con una enorme voluntad, dejaron de ser comunes y se transformaron en modernos encantadores de serpientes. Atletas inolvidables que vienen seguido, con mil recuerdos. Son eternos en la mente. Como dijo una vez Fernando Cisneros (Espanto II) al reportero, en México: "Lo más difícil es hacer su propia historia".

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Escrito en: Al Lagunero

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