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Cómplices de Donald Trump

Urbe y orbe

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

La desconfianza es la huella que está dejando la política exterior de Estados Unidos en los últimos años. Desconfianza motivada por dos factores: uno, la incapacidad institucional de asumir el nuevo entorno de competencia geopolítica derivado del desgaste del liderazgo hegemónico norteamericano, y dos, el comportamiento estridente y errático del presidente Donald Trump. Las expresiones de duda se reproducen en casi todos los aliados y socios más importantes. La frase que resuena es que ya no se puede confiar en Estados Unidos como garante de la estabilidad mundial y defensor del libre comercio y los Derechos Humanos, papel que durante décadas asumió para construir un sistema global con menos incertidumbre tras una Segunda Guerra Mundial que devastó Europa, Asia y parte de África, principalmente.

Bajo el paraguas de la Unión Americana, cabeza de la poderosa Alianza Atlántica e impulsora del multilateralismo de las Naciones Unidas y la Organización Mundial de Comercio, se crearon las instituciones que dieron forma a lo que hoy conocemos como Unión Europea, una comunidad política de estados creada para evitar una nueva guerra y frenar el avance del comunismo. La Europa Occidental, hoy ampliada a 28 estados nacionales, hasta principios de este siglo tenía en Estados Unidos a su incondicional aliado político-militar y leal socio económico. Hoy ya no es así. La deriva proteccionista y unilateralista que está siguiendo la actual administración estadounidense ha obligado a la Unión Europea a replantearse su papel en el mundo, y, en consecuencia, a buscar una mayor independencia diplomática y a adoptar una política de defensa autónoma de los intereses de Washington.

Pero esta deriva no comenzó con Trump. Hay visos importantes de la misma desde George W. Bush, quien tomó la fatídica decisión, sin el consenso de Naciones Unidas, de invadir Irak en 2003 sobre la base de una mentira: la presunta posesión de armas de destrucción masiva por parte del gobierno iraquí. Este hecho, sumado a la guerra en Afganistán, provocó una inestabilidad en Oriente Medio de la que aún hoy el mundo paga sus consecuencias. La administración Obama no lo hizo mejor en Libia, en donde se apoyó una revuelta para derrocar al régimen de Gadafi en 2011, hecho que desató un caos que a la fecha no ha podido resolverse. Mucho peor ha sido lo acontecido en Siria, en donde la política intervencionista de Estados Unidos ha mostrado sus límites que desnudan el desgaste de su otrora liderazgo hegemónico. El hecho de que El Asad, apoyado decididamente por Rusia, Irán y China no haya corrido la misma suerte que Gadafi evidencia, en parte, un nuevo juego de fuerzas en la región medioriental.

Entre Irak-Afganistán y Libia-Siria ha pasado la peor crisis económica de la historia reciente, de la cual Estados Unidos se ha recuperado, más por los ajustes llevados a cabo por Obama, que por las medidas aplicadas por Trump, aunque sea éste quien ahora presuma los avances. Un dato que obliga a mesurar el optimismo de la reactivación económica norteamericana es que mientras Estados Unidos crece hoy a ritmo de 3 % aproximadamente, China, con todo y guerra comercial y maduración económica de por medio, mantiene crecimientos por arriba del 6 %, es decir, por lo menos el doble que su socio-competidor.

Con Trump, Estados Unidos está reforzando su repliegue hegemónico en un orden mundial que, según la visión del magnate y sus patrocinadores, beneficia más a sus rivales geopolíticos -China, Unión Europea y Rusia- que a la potencia americana. Trump está sacudiendo el tablero para motivar un reacomodo sin medir las consecuencias: la conexión de los Estados Unidos con el mundo en un sistema creado por ellos mismos es tal que los golpes dados a sus socios-competidores terminan por hacer mella dentro de sus fronteras. Es la parte que Trump no entiende o no quiere ver con su estrategia temeraria de mostrarse siempre impredecible y desafiante.

El problema para Trump es que cada vez menos estados se suben a ese carrusel. China teje fino y a largo plazo, refuerza su poder militar y tecnológico para ponerlo a la altura de sus logros económicos y fortalece sus lazos con Rusia mientras se muestra como un socio más confiable para Europa y el resto del mundo. La Unión Europea, no sin problemas, piensa cada vez más en términos de soberanía frente a Estados Unidos, y busca convertirse en un jugador de peso en el nuevo orden geopolítico con un ejército propio y con la visión de erigirse en el nuevo garante del multilateralismo y la defensa del orden liberal. El problema para el mundo es que en la medida que las cosas no le salgan a los Estados Unidos de Trump en su repliegue y sacudida, el riesgo de tomar caminos de confrontación abiertos aumenta. Y si bien la Unión Americana cuenta aún con las fuerzas armadas más poderosas del mundo, la distancia respecto a Rusia y China -segundo y tercero en la lista- se ha reducido.

Dos hechos recientes reflejan los límites y la desconfianza de la política exterior norteamericana. Uno es la renuncia del embajador británico en Washington, Kim Darroch, de quien se filtraron cables diplomáticos en los que señalaba la conducta incompetente, caprichosa y desordenada del Gobierno de Trump en asuntos tan importantes como el acuerdo nuclear con Irán. El otro es que, al igual que en Siria, los cálculos le han fallado en Venezuela, en donde, contra todos los pronósticos de Washington, el régimen de Nicolás Maduro se mantiene en un pulso en el que el desgaste está del lado de la oposición financiada y apoyada por Estados Unidos.

Pero esta desconfianza justificada que genera Trump en medio mundo parece no alcanzar a todos sus socios. Uno de ellos es México, cuyo gobierno recientemente tuvo que ceder en el juego de vencidas que el magnate inició con motivo de su política migratoria. El presidente de la primera potencia mundial le exigió al Gobierno de nuestro país periférico que asumiera el compromiso de contener el flujo migratorio de centroamericanos y recibir a aquellos deportados que hubieran ingresado a Estados Unidos a través de México. Para ello, Trump no tuvo que hacer mucho dada la enorme dependencia de la economía mexicana: sólo amenazó con aplicar 5 % de aranceles a productos importados desde acá.

La respuesta de México ha sido desplegar a los elementos de la recién creada Guardia Nacional, policía militarizada que se dijo iría al combate del crimen organizado, en la frontera sur, haciendo las veces del "muro" que Trump no ha podido "construir" en la frontera con México y que, dijo, íbamos a pagar. Ahora, con un ojo puesto en la elección del próximo año, el presidente de Estados Unidos, una nación cuyo poder es impensable sin el esfuerzo de varias generaciones de inmigrantes, ha desatado el terror entre la comunidad migrante al anunciar redadas en ciudades para llevar a cabo deportaciones masivas. Es de suponer que, tras el acuerdo establecido con México, una buena parte de esos migrantes van a venir a parar a este país, que no cuenta con la capacidad para albergarlos, en donde sus derechos son violentados desde hace décadas y sin que la actual administración haya mostrado un plan de contingencia serio y coherente.

La tibieza de la posición mexicana -que no es exclusiva del actual Gobierno- frente a los desplantes despóticos de Trump ha derivado en una situación aparentemente contradictoria: mientras la fuerza del Estado es utilizada para cumplirle al gobierno estadounidense frenando a los inmigrantes centroamericanos en la frontera sur, el Ejecutivo mexicano acepta recibir a los indocumentados que deportará Estados Unidos. Pero es aparentemente contradictoria porque, al final, redunda en un hecho vergonzoso y lamentable: México ha decidido hacer el trabajo sucio en la cruzada antimigratoria de Trump, quien espera con ello aumentar sus votos en el ala dura de su electorado. Es decir, somos cómplices de la política xenófoba y racista del presidente de una potencia que ha dejado de ser confiable.

Twitter: @Artgonzaga

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