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El presente insoportable

RENÉ DELGADO

Qué difícil. Entre que el país avanza o retrocede, corre y se tropieza, el presente resulta insoportable, sella el imperio de la incertidumbre. Los nuevos referentes no acaban de configurarse y los viejos se desmoronan.

La nueva administración no acredita el dominio del quehacer cotidiano y, por lo mismo, no delinea el carácter y el talante de lo que podría ser el gobierno, al tiempo que factores externos lo asedian y tambalean. Mientras, la oposición partidista patalea, se rinde o derrumba, incapaz de reajustarse, fijar una agenda propia o compartida, hallar el tono de su actuación, en breve, de oponerse, proponiendo. La acción y la reacción complementan un cuadro inquietante, donde la administración y la oposición juegan a ver cuál falla primero.

Aunado a ello, el protagonismo de algunos actores encuentra espacio para montar su propio espectáculo, el puestecito de su negocio particular, la lanzadera de descabelladas iniciativas, el santuario de su embelesamiento o el blindaje de canonjías irrenunciables. Y cada actor de reparto justifica su actitud, asegurando no pretender contribuir a la confusión nacional.

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El denominador común del elenco político en escena es el del radicalismo y la desmesura.

Los radicales prestos a cambiar todo de un golpe sin calcular las consecuencias y los radicales empeñados en que nada cambie, haciendo de la inmovilidad la bandera de la sensatez donde disfrazan su conservadurismo y la defensa de sus intereses. Entre ellos, los advenedizos, recién estrenados en el ejercicio del poder, oprimen con entusiasmo botones y resortes, intrigados por descubrir qué efecto producen. Destacan también quienes en el afán de ganar puntos en el ánimo presidencial o de aparecer en el cuadro de horror del mes emprenden acciones contrarias al propósito buscado o acaparan por un instante los reflectores.

Es natural que la posibilidad del cambio precipite la actuación de unos, la resistencia de otros y la sobreactuación de algunos más, pero la tardanza en hallar el punto de equilibrio está provocando un doble efecto pernicioso: perder tiempo precioso y transitar sin rumbo preciso en una ruta desconocida.

En vez de acordar, se están forzando las cosas. Y, a fuerza, ni lo que requiere cambio se ajusta, ni lo que es menester conservar se asegura. Es curioso, en tiempos de participación, la política se advierte ausente.

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Ciertamente, algunas acciones de gobierno son criticables, pero no menos las reacciones de la oposición.

Esta semana descollaron dos ejemplos. La proposición de reformar el sistema electoral exagerando el calado del reajuste y la oposición a moverle una coma a una legislación cuyo problema no está en la puntuación sino en los sustantivos, así como la marcha del Partido Revolucionario Institucional hacia la renovación de su dirección, que lo conduce al fondo del desfiladero, donde se internó desde hace tiempo.

En la apariencia desvinculados entre sí, ambos asuntos constituyen el eje del desfiguramiento del conjunto de los partidos y el elevado costo de un sistema electoral que ha dado lugar a una democracia incapaz de consolidarse y expandirse.

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Aun cuando ahora defiendan como una obra insuperable el andamiaje y la legislación, varios de los consejeros electorales criticaron severamente la reforma hecha en el sexenio pasado.

Amparados en el temor de que un nuevo ajuste atente contra el régimen electoral y signifique un retroceso, algunos consejeros han querido ligar su elevadísimo costo con la supuesta certidumbre política que arroja por resultado. Esos consejeros exageran tanto como los promotores de la reforma radical y, en el choque de posturas, se diluye la posibilidad de bajarle el exagerado costo a la democracia mexicana, evitar la duplicidad de funciones y el despilfarro, así como ponerle un freno al gasto irracional.

Asimismo, la reacción de los partidos opositores no habla tanto de una defensa conjunta de la democracia y de un sistema electoral como del aseguramiento de mecanismos que, por un lado, privilegian a los grupos hegemónicos instalados en las dirigencias partidistas y, por otro lado, profundizan el divorcio de los partidos con la ciudadanía.

Sin embargo, la radicalización de unos y otros aleja la posibilidad de replantear el régimen.

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La denuncia de la farsa montada por el tricolor en la elección de su próxima dirigencia, acompañada de la renuncia de José Narro no sólo al concurso sino también al mismo Revolucionario Institucional, exhibe la incapacidad de ese partido para remontar la crisis que arrastra, cuando menos, desde 2015.

Ante la imposibilidad de consumar el fraude electoral hacia afuera, el tricolor lo ensaya ahora hacia adentro y, así, se perfila como un nuevo partido satélite de la fuerza en el poder. Emula a aquel viejo partido que fue el Auténtico de la Revolución Mexicana. El viejo PRI se pinta para reaparecer como el nuevo PARM.

Si, en efecto, el impulso a la candidatura del muy campechano Alejandro Moreno deriva de un acuerdo entre la vieja y la nueva guardia tricolor -cuyo vínculo se cifra en la corrupción- en consonancia con la fuerza en el poder, ciertamente, el slogan del candidato oficial a la dirección de ese partido puede ser el de: "Moreno será Morena".

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La acción y la reacción por parte de la administración y la oposición en los asuntos mencionados ilustran cuanto sucede en otros campos que, si bien exigen una transformación, demandan también una operación mesurada y cuidadosa.

Enerva pensar que el radicalismo compartido de unos y otros y el protagonismo de los actores de reparto frustren, otra vez, la posibilidad de hacer de la alternancia una alternativa... El tiempo corre.

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