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Épicos y apocalípticos

JESÚS SILVA-HERZOG

La primera víctima del actual gobierno ha sido el sentido de proporción. Parece imposible medir, en su correcta dimensión, lo que acontece. Cada decisión, cada iniciativa, cada palabra, cada gesto se dispara de inmediato para adquirir proporciones absurdas. Épicos contra apocalípticos. Ese es el espectáculo que contemplamos. Por una parte, el cuento de un heroísmo que está dando vida a una nueva república. Por la otra, el lamento de quienes advierten el aniquilamiento de toda respetabilidad. Difícil aquilatar acciones y discursos. Hasta el silencio adquiere en esta hora dimensiones grandiosas. Si el presidente se tarda unos minutos en escribir un tuit se confirma que su verdadero deseo es dirigirnos al barranco. Si calla ante las provocaciones de Trump es muestra de su altura como estadista responsable. Hasta lo no dicho se sale de proporción.

Los extremos no pueden ver la misma imagen. Un hecho es dos. Por lo menos, dos. De ahí la destemplanza de nuestra polémica. Ahí la fuente de la orgullosa incomprensión que nos envuelve. Y sin embargo, los extremos coinciden en un convencimiento. La historia se acaba de romper. Todo cambió. Promotores y críticos del gobierno están de acuerdo en eso: en diciembre cambió todo. Tras las elecciones y la llegada del nuevo gobierno, el país rompió con sus herencias y empezó un camino radicalmente nuevo. Cuando el presidente dice que se acabó un periodo histórico y que está comenzando un nuevo día para México, sus mayores críticos le dan la razón. Se han tragado entero el cuento de la ruptura. México está a punto de convertirse en un paraíso de fraternidad o de volverse Mexizuela. El amanecer de la república auténtica o de la nueva dictadura. El sentido del cambio puede ser apreciado de manera radicalmente distinta. Lo curioso es que casi todos coinciden en ese juicio: el país rompió definitivamente sus herencias y empezó un camino radicalmente nuevo.

Dominados por esa persuasión común, los antagonistas cierran los ojos a las persistencias. Es mucho lo que se preserva del pasado inmediato. Si hiciéramos caso a la retórica presidencial, México ya cambió. Ya es otro. Nada quedaría del perverso modelo económico, ni un ladrillo de su régimen oligárquico quedaría en pie. La historia, sin embargo, no suele ser piadosa con los arranques de voluntad. No se pliega al deseo de reinvención y se burla de quienes se imaginan adanes.

No minimizo lo que ha pasado en los últimos meses. Murió el sistema de partidos, ha surgido un presidencialismo imponente, las oposiciones han desaparecido. No ignoro tampoco las secuelas de una serie de decisiones concretas: el nuevo impulso al clientelismo, el capricho como motivación irrebatible de la política pública, la sordera ante las advertencias que empiezan a amontonarse, el hostigamiento a la crítica. Todos estos cambios son profundos y serán duraderos. Al mismo tiempo, no podemos ignorar el cauce de las continuidades. López Obrador habrá querido arrancar de tajo la herencia política y económica del neoliberalismo, pero las persistencias son tan relevantes como las discontinuidades. Épicos y apocalípticos cierran los ojos a esas continuidades porque no embonan en el dramatismo de sus relatos, pero una evaluación ponderada de lo que acontece debería hacer recuento no solamente de las rupturas, sino también de las continuidades. En la relación comercial con Norteamérica, en el conservadurismo fiscal, en el respeto al banco central hemos visto a un neoliberal ortodoxo. En el trato con el presidente Trump hemos visto una indignidad pragmática que rinde homenaje a Videgaray y a Peña Nieto. En su pacto con el sindicalismo magisterial y en su apuesta por la opción militar para encarar el drama de la inseguridad vemos una nueva versión del calderonismo.

López Obrador no es solamente un ideólogo vehemente. Es también un político pragmático. Es necesario advertir en su liderazgo la activación de esos dos resortes. El populista hinchado de fe en sí mismo que desoye cualquier advertencia, que desprecia cualquier razón contraria, que ignora cualquier discrepancia y que vive para el conflicto. El político pragmático que advierte en ciertos ámbitos (la relación con Estados Unidos, la lucha contra el crimen, el Banco de México) límites que no tiene más remedio que respetar. La historia no se enfrenta nunca a la hoja en blanco.

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