Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Aunque el amor no necesita de razones yo tengo 38 para amar a Coahuila, pues 38 municipios tiene mi estado natal. A todas las cabeceras municipales he ido, ya en los tiempos de mi primera juventud, en calidad de actor teatral -cómico de la legua, decían mis amigos-, ya en esta segunda primavera que ahora estoy viviendo, de viajero ansioso por conocer su tierra. De cada pueblo o ciudad coahuilense puedo decir loores, como hizo con entrañable sentimiento don Luis Felipe del Río Rodríguez, inolvidable señor que a la sabiduría añadía la bondad, cuyo poemario “Geografía lírica de Coahuila” es la más completa alabanza que se ha hecho de sus municipios. Pues bien: tengo un motivo nuevo para sentir orgullo de mi solar nativo. He aquí -lo and behold- que Coahuila ostenta el primer lugar nacional en menor tasa de informalidad laboral. Eso quiere decir que nuestra gente es jaladora, si me es permitido ese culteranismo, y cumplida en el trabajo. Y es que priva en el estado un ambiente de concordia, seguridad y paz que nos ha puesto al amparo de los males derivados del desempleo, la desocupación y los conflictos laborales que dañan a otras entidades. Eso se debe tanto a los empresarios como a las autoridades estatales y municipales. El gobernador Miguel Riquelme ha llevado a cabo una labor de conciliación que restableció la unidad entre todos los sectores, y ha coordinado los esfuerzos para hacer de Coahuila un lugar seguro y ordenado. Déjenme presumirles, pues, esa otra razón para fundar mi orgullo de coahuilense. (Más las que se acumulen la próxima semana). La esposa de don Feblicio batallaba mucho para que el buen señor se pusiera en aptitud de cumplir obra de varón. Recurrió a todos los expedientes a fin de estimular la desfallecida libídine de su consorte: le administró generosas dosis de la pastilla azul, una sola de las cuales habría bastado para que la momia de Tutankamón se levantara de su sarcófago y persiguiera con lúbricos propósitos a las (y los) visitantes del Museo de El Cairo; vistió lencería provocativa -negligé transparente; brassiére de media copa; pantaletita crotchless; medias de malla con liguero; zapatos de tacón aguja; le puso en la tele de la alcoba películas porno: “Colegialas ardientes”; “Lujuria de media noche” y, desde luego, “Deep throat”, o sea “Garganta profunda” (1972, con Linda Lovelace), quizás el mayor clásico del género. Todo fue inútil: don Feblicio seguía sin poder librar aquellas “batallas de amor en campo de plumas” a las que hizo alusión Góngora. (El campo de plumas es el colchón). En una merienda del club de los jueves la señora les contó a las 40 socias de la agrupación, suplicándoles el mayor secreto, el predicamento en que se hallaba. Resultó que las 40 habían pasado por el mismo apuro: no hay hombre a quien no afecte el paso del tiempo, excepción hecha de los felicísimos mortales que tienen la dicha de gozar las miríficas aguas de Saltillo, pues unas cuantas gotas de esas taumaturgas linfas protegen a quien las toma de las debilidades de entrepierna que trae consigo la provecta edad. “Senectus ipsa morbus est”, decían los latinos. La vejez es en sí misma una enfermedad. Todas las señoras le recomendaron a doña Nerviola -tal era el nombre de la mujer de don Feblicio- a un cierto curandero que, le garantizaron, pondría a su marido como un toro. Esa misma tarde fue la señora a ver al sanador. Lo encontró en una casucha de mala muerte en una barriada de peor vida. “Vengo -le dijo porque mis amigas me aseguraron que puede usted hacer que mi marido sea un toro en la cama”. “Vamos a la mía-replicó al punto el curandero-. Empezaremos por ponerle los cuernos”. FIN.

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