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¿HACIA DÓNDE?

María del Carmen Maqueo Garza

Hay grandes hechos que rebasan las fronteras del tiempo y la geografía. Eventos únicos que se inscriben en los libros de historia para siempre. Tal ha sido el caso del incendio de la Catedral de Notre Dame; al caer la tarde, los tonos escarlatas sobre las aguas del Sena se vieron superados por las primeras flamas que comenzaron a elevarse. La escena se tornó surrealista, conforme avanzaba el fuego con la oscuridad como escenario de fondo. En lo que a mí se refiere, esa catedral tiene un significado personal y familiar único, aparte de su valor histórico y como joya arquitectónica.

A través de las redes sociales, corrió la noticia. Al inicio, se sospechó que hubiera sido intencional, pronto los especialistas lo desmintieron. Las reacciones fueron muy variadas, desde un dolor profundo hasta expresiones de contento por parte de grupos extremistas no cristianos. Tal fue el impacto, que para el siguiente día, se habían reunido varios cientos de millones de euros para la reconstrucción, provenientes tanto de pequeñas colectas de comunidades católicas como fuertes sumas por parte de grandes empresarios. Fue entonces cuando comenzó a circular en redes una fotografía de un bebé completamente desnutrido y la leyenda recriminatoria de que cómo era posible que para la reconstrucción de la catedral se hubieran reunido cerca de mil millones de euros en 24 horas, mientras que para salvar la vida de esos niños víctimas de la pobreza nadie actuara.

El malestar de quienes lo circulan es entendible, sin embargo, reclamar en redes no es la solución. Tampoco se trata de ir sembrando culpas en quienes simpatizamos con el dolor de los franceses. Como quien quiere comandar el mundo apoltronado en un sillón con el aparato electrónico en las manos, pero la verdad es que esto no lleva a ninguna parte.

Una panorámica a vuelo de pájaro nos señala que nuestro mundo trae perdido el corazón. Con ello me refiero al espíritu, al sentido último por el que hacemos cada día las cosas que hacemos. Pareciera que nos invade un hastío, una suerte de abatimiento como quien dice: ¿Y para qué me esfuerzo, o planeo, o me animo…? Y entonces, vamos y caemos en las cosas vanas, nos enfocamos a la imagen, como si esta fuera la llave mágica que abre el mundo de las posibilidades. Las personas delgadas se someten a cirugías bariátricas hasta quedar como hologramas. Las personas maduras comienzan una secuencia de cirugías plásticas para conservar la juventud. Las canas se cubren y tantas otras monerías se llevan a cabo para estar acordes con lo que el mundo dicta que debe de ser. Lo más extraño del caso es que nos dejamos llevar justo por lo que otros dicen, hacen, reprueban o determinan tantas veces dejando al margen lo que yo en mi persona debería decidir por y para mí.

En aquella sensación de vacío, hay ratos cuando actuamos por arranques, a favor o en contra de una causa. Arranques de ira de cuando en cuando. Impulsos que nos llevan en uno u otro sentido a emprender acciones que quizá después estemos lamentando.

Si yo decido ayudar a prevenir la extinción del camello bactriano en Mongolia, o del pez napoleón en el Índico, ¡qué bueno! Si hacerlo me proporciona un sentido de trascendencia, porque llevo a cabo algo por un ser vivo que de ninguna manera podría agradecérmelo. ¡Perfecto! Igual si hay quienes apoyan a grupos que se encuentran en zonas en desastre por las guerras de oriente, o quienes investigan las zonas arqueológicas en la Selva Lacandona. Del mismo modo, si me apetece ir a abrazar árboles a Oaxaca, o aprender chino mandarín, magnífico. Todas ellas son acciones que finalmente refuerzan la autoestima. Y al tener bien plantada la autoestima, estoy en condiciones de sentir empatía por los demás y ayudarlos de una forma efectiva, actuando para auxiliarlos a satisfacer sus necesidades.

A propósito de ayudar, veamos si nuestras acciones van encaminadas a favorecer que esas personas crezcan y se superen, o si - por el contrario -con mi dádiva hago que sigan estancadas, esperanzadas, a que la ayuda venga de fuera siempre. México necesita aprender a salir adelante por sí mismo, que cada ciudadano se prepare para desarrollar su inteligencia emocional, que le permita el diseño de herramientas para generar los cambios necesarios para vivir mejor. Salir a resolverles los problemas es una forma de minimizarlos, de favorecer la parálisis social. Enseñarlos a valorar los recursos con los que cuentan y saber aplicarlos, es comenzar a resolver sus problemas.

La autoestima nos permite hacer lo que nos gusta hacer, con total libertad, sin sentirnos culpables de no hacer lo que "todos" hacen. Es poner un sello personal a nuestra vida y disfrutarlo, siempre y cuando no dañemos a terceros.

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Escrito en: contraluz

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