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Hora de optar

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

En la marcha -por no decir, campaña- de Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia de la República, quizá, se explica la dificultad para conquistar el gobierno y ensayar el proyecto de nación concebido.

La cuestión es que, más allá de la explicación, se está llegando a un punto de quiebre. Aquel donde es menester redimensionar las expectativas, fijar prioridades y tomar decisiones para conjurar la repetición de algo que, en la lógica del Ejecutivo, sería una pesadilla: administrar, en vez de gobernar y resolver problemas. Si López Obrador quiere, en efecto, marcar la diferencia de su mandato frente al de sus predecesores, el reloj le está marcando la hora.

Antes de ver cómo se reduce el margen de maniobra y se descompone aún más el cuadro interno y externo, el jefe del Ejecutivo está impelido a recalibrar qué posibilidades tiene de ser un hito o un mito en la historia.

En pos de alcanzar la principal posición de mando político nacional, López Obrador mostró creatividad política, capacidad para entablar acuerdos insospechados y sensibilidad para conectar con amplios sectores sociales y comunicarse con ellos. Empero, no reparó mayormente en los medios de los cuales echó mano como tampoco en la esperanza y el costo generados.

De loables y deplorables promesas, compromisos, medidas, alianzas e invitados, como también de arrojo, buen humor y más tarde de acciones precipitadas, estuvo plagada antes, durante y después la campaña del hoy presidente de la República. La apuesta fue alta y a su favor operaron, ahora es más evidente, la incompetencia de los otros concursantes, el desastre legado por sus predecesores e, incluso, la hueca simpatía del vecino del Norte.

En el afán de triunfar con un amplio margen de ventaja sobre los adversarios y asegurar con su arrastre la hegemonía de su alianza en el Congreso, López Obrador no calibró -cálculo difícil de realizar en aquel momento- qué tantos apoyos se requerían y, por lo mismo, qué compromisos implicaban.

En la natural complicación de pasar de la victoria electoral a la conquista del gobierno, los amarres electorales de ayer son las ataduras políticas de hoy.

Los amarres ahora son nudos, no moños de seda.

Parte de los embrollos, enredos y contradicciones presentes derivan del pasado reciente.

La dificultad de cumplir promesas sin sustento, el engorro de honrar compromisos desdichados, la imposibilidad de integrar un gabinete a modo, el nocivo efecto de decisiones tomadas antes de acceder al gobierno, el agotamiento del recurso de justificar la ruina presente en el desastre pasado sin ir tras los responsables y el incómodo silencio ante las impertinencias del vecino encuentran explicación en el año pasado.

Desatar esos nudos al tiempo de imprimir velocidad a la acción de gobierno -dada la prisa histórica del mandatario- está agravando, en vez de allanar, los problemas. Y, quizá, la desesperación por no ver avances al ritmo deseado está dando lugar a acciones, actitudes y expresiones que lejos de distender, tensan aún más la atmósfera y entorpecen aún más la constitución del gobierno.

Pretender remontar la circunstancia o escapar de ella adentrándose en un callejón no es una salida... es un absurdo. De ahí, la urgencia de tomar decisiones que, aun con su costo, liberen en vez de aprisionar a una gestión presidencial desafiante, pero a la vez prometedora y necesaria.

Muchas de las políticas y acciones que se están emprendiendo urgen a determinar si conducen a conquistar el gobierno, mejor aún, a un buen gobierno.

Cumplir promesas sin considerar la realidad no honra posturas, provoca torceduras. Estirar el presupuesto en aras del bienestar social sacrificando puestos de trabajo, políticas y programas imprescindibles, reduce la posibilidad del gobierno y engendra, sin lograr el objetivo, nuevos malestares.

Anunciar o iniciar con prisa múltiples obras de infraestructura que, por su importancia, exigen calcular con esmero su impacto económico, social, ambiental y presupuestal, puede concluir en un legado de varillas, rieles y tuberías que, a la intemperie, serán alimento del óxido y monumento al yerro.

Desmentir o descalificar a los colaboradores expone no a un gobierno cohesionado, sino a uno disgregado. Dar por cumplido un compromiso y, luego, recular es titubeo o debilidad. Prohijar el diálogo circular, esto es, dar vueltas y vueltas, no lleva a conclusiones. Abrir y abrir frentes innecesarios no reconcilia, causa desconfianza e incertidumbre y resta posibles aliados...

Aceptar la crítica siempre es difícil, incomoda cuando no molesta y, a veces -como dice el propio presidente López Obrador-, calienta.

Sin embargo, cuando la crítica no es perversidad de francotiradores ni disfraz de repudio a un proyecto, alerta de obstáculos, precipitaciones, errores o peligros que pueden descarrilar o llevar al traste, justamente, ese proyecto. La transformación del país exige, sí, velocidad, pero también serenidad y certeza, sólo así fincará un desarrollo más justo, compartido e igualitario, en paz y seguro.

El tiempo apremia, el sexenio avanza y la circunstancia lleva a un punto de inflexión: determinar qué sí y qué no y cómo. Despilfarrar la oportunidad y fallar de nuevo, sería imperdonable.

APUNTES

Si, durante el periodo de transición, hubo audiencias y negociaciones que concluyeron en elaborar y dictaminar una reforma educativa con grado de excelencia, ¿por qué ofrecer ahora el pasado por futuro? Si ahí no estuvo el error, es menester conocer entonces en qué acuerdos se fincó la alianza electoral con el magisterio que hoy perfila la primera gran derrota política de la administración. Los memorándums son para recordar una tarea, no para olvidarla.

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